Mi columna pasada la cerraba señalando el papel clave que deberán tener las organizaciones de la sociedad civil el próximo año, ante tantos retos ambientales y la dilución de la relevancia de estos temas en medio de la incertidumbre política, económica y de liderazgos a nivel mundial y nacional. Para esta columna de cierre de año quisiera traer dos referentes que, creo, pueden darnos luces para los tiempos que vienen.
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Son Alegría Fonseca y Carlos Rodríguez. Alegría es la fundadora y directora de la Fundación Alma que cumplió este año 40 años de actividad, y Carlos dirigió Tropenbos Colombia por casi tres décadas, hasta este año que dejó la dirección, pero no a la entidad. Su papel como directores es una circunstancia que los une en esta columna, que no pretende resumir sus vidas, sino invitar a conocerlos más y mejor. Debo advertir que son personas que admiro profundamente, pero, sobre todo, tengo la fortuna de contar con su cariño y amistad.
La vitalidad y energía de Alegría son un patrimonio vivo e invaluable para este país. No sé qué tanto los lectores reconozcan en ella a una de las pioneras de las políticas ambientales cuando nadie hablaba de estos temas en el Congreso de la República en los años setenta. Hace 40 años creó la Fundación Alma y debo reconocer que la conocí muy tarde para mi gusto. Afortunadamente, nos unieron los humedales en una colaboración para incluir el enfoque socioecológico en los humedales de Cantagallo y Simití, que la Fundación trabaja desde la práctica con los y las pescadoras. Mi admiración por ella y por lo que hacen desde Alma fue inmediata al reconocer la coherencia de poner en el centro a los pescadores: sus saberes, sus formas de vida, sus derechos, sus miedos y sus esperanzas. Alegría sigue acompañando los procesos de restauración, visita a los pescadores, se monta en moto, lancha, avión y lo que haga falta para estar con ellas, con ellos, inundando todo con esa alegría desbordada que solo ella transmite. Nunca un nombre fue tan pertinentemente escogido.
A Carlos también lo conocí más tarde de lo que me habría gustado, en un congreso donde presentó una charla inolvidable sobre los calendarios ecológicos de los peces amazónicos, explicados desde el conocimiento ecológico tradicional. Fue mi primer encuentro con un ejercicio respetuoso y sólido de dialogo de conocimientos, y creo que esa ha sido la huella del trabajo de Tropenbos, de Carlos, de María Clara, su esposa, y su equipo. Nos ha enseñado que el “diálogo de conocimientos” no es un taller de un día ni una frase conveniente para adornar informes. Es método, ética y práctica cotidiana: aprender a escuchar y a preguntar; es reconocer autorías y construir confianza. Ellos han demostrado que la ciencia también puede ser una conversación donde los pueblos indígenas no son “fuentes”, sino interlocutores y coautores de conocimiento ecológico compartido.
En tiempos en que la conversación ambiental a veces se desdibuja, abundan las vanidades y proyectos sin raíces, Alegría y Carlos nos recuerdan cosas esenciales: que la forma como tratamos a las personas es parte del resultado; que los territorios se defienden con paciencia y consistencia, porque lo importante casi nunca pasa rápido; y que la sociedad civil tiene poder cuando trabaja con calidad, con pasión y con valentía, incluso a contracorriente.