“Lo que él quisiera para todos nosotros los colombianos es unión, paz y amor. Rechazo cualquier acto de violencia o cualquier acto de venganza por la muerte de Miguel”, fueron las palabras de María Claudia Tarazona, viuda de Miguel Uribe Turbay, a la entrada de la capilla ardiente en el Salón Elíptico del Congreso. Escucharla con esa entereza y determinación, en medio de la conmoción por el asesinato de su esposo, es una señal profundamente valiosa. No es fácil pedir paz y amor cuando se ha perdido a un compañero de vida, y menos aún rechazar la venganza en una nación donde la respuesta violenta está agazapada en todos los rincones, físicos y virtuales. Su voz nos recuerda que por más legítima que sea la indignación, no podemos permitir que la violencia siga dictando el guión de nuestra historia. Nos invita, en cambio, a un ejercicio de humanidad que el ruido de la polarización y las redes sociales tiende a sepultar: cuidar y cuidar(nos).
En Colombia, las mujeres han sostenido los frágiles hilos de la paz incluso cuando los discursos oficiales se agotaban. Han protegido a sus comunidades en medio del fuego cruzado, han denunciado a riesgo de su vida, han alimentado, curado y consolado cuando todo alrededor era pérdida. Esa ética del cuidado no es un gesto privado, sino una fuerza política silenciosa que ha evitado que el país se quiebre aún más.
El cuidado y la ternura no son una ingenuidad. Son, en tiempos de violencia, actos de resistencia. Porque ternura, cuidado y amor es justamente lo que no han recibido los jóvenes que empuñan un arma por unos billetes, ni quienes vociferan odio tras un teclado, ni quienes han crecido en territorios donde el Estado solo llega en operativos. La ausencia de cuidado se hereda; lo vemos en las ciudades en los barrios periféricos, pero también en las violencias de los privilegiados, lo vemos en las zonas rurales donde la violencia se ha ensañado y se repite de mil maneras, con las caras y las armas de los unos y los otros. Por eso reconstruir las redes del cuidado, es imperativo para romper ese ciclo.
Necesitamos como sociedad ampliar nuestra idea de cuidado. No se trata solo de “ser amables”, sino de ser compasivos, de reconocer el dolor y los vacíos del otro, que muchas veces nos muestran heridas que no queremos reconocer. Sin un mínimo de ternura, empatía y reconocimiento del dolor mutuo, cualquier acuerdo de paz o pacto político será otro papel más sin posibilidad de transformación. Hoy más que nunca, necesitamos que el compromiso con la vida sea incondicional, incluso cuando estamos heridos.
Podemos también intentar aprender en profundidad, de quienes han hecho del cuidado una forma de supervivencia y lo viven como práctica cotidiana. Pienso especialmente en los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, que cuidan la vida en todas sus formas: a las personas, a la comunidad, a los ríos y montañas de las que dependen.
Ojalá que el eco de las palabras de María Claudia no se pierda en la avalancha de titulares. Ojalá se convierta en un compromiso colectivo: unirnos, rechazar la venganza y poner el cuidado en el centro de nuestra convivencia. Porque en un país tan golpeado, reconstruir la compasión y la ternura puede ser el acto más valiente de todos.