Esta semana confluyen tres fechas que nos invitan a revisar nuestra relación con el mar, en un país donde hemos sido tan andinos: el 1 de junio fue el Día Mundial de los Arrecifes de Coral, el 5 de junio el Día Mundial del Ambiente y el 8 de junio el Día Mundial de los Océanos. Les invito a ponerse el snorkel y mirar más allá del lienzo azul superficial del mar, para ver lo que por siglos fue invisible: la complejidad, belleza y función crítica de los ecosistemas marinos que hoy nos envían señales de alerta roja sobre el estado de los pilares más frágiles de nuestra estabilidad planetaria.
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Hace un año escribí en esta columna “Océanos calientes”. Lo único que ha cambiado desde entonces es que tenemos mejor información y sí, seguimos batiendo récords. La Organización Meteorológica Mundial confirmo que 2024 fue el año más cálido jamás registrado, superando en 1,55 °C los niveles preindustriales. También advirtió “niveles insólitos de calor en los océanos” no solo en la superficie, sino hasta los 2.000 metros de profundidad. Los océanos almacenan hasta el 90 % del exceso de calor provocado por el calentamiento global, lo que equivale a unas 140 veces la electricidad generada en todo el mundo durante el 2023. Este calentamiento oceánico fue clave para romper los récords de temperatura en 2024.
En medio de esta calentura marina, los arrecifes de coral —ecosistemas tan biodiversos como los bosques tropicales— atraviesan una de las crisis más severas de su historia evolutiva. El calor los debilita. En abril del año pasado se confirmó el cuarto evento mundial de blanqueamiento de corales debido al estrés térmico. Las predicciones de los modelos climáticos indican que estos eventos serán más frecuencia y severos. El problema de esta “osteoporosis de corales” es que los arrecifes de coral movilizan las dinámicas económicas de muchos territorios.
Pensemos en los arrecifes de San Bernardo, Santa Marta, Nuquí, Gorgona o los archipiélagos de San Andrés y Providencia o las islas del Rosario. No solo son ecosistemas megadiversos, sino también son infraestructuras naturales que sostienen economías locales. Arrecifes sanos amortiguan efectos de tormentas, ofrecen arena blanca para las playas que sustentan el turismo de sol y playa, y mantiene las pesquerías artesanales tropicales para propios y turistas. Sin embargo, su degradación avanza silenciosamente; lamentablemente, no tenemos sistemas públicos de monitoreo adecuados y las respuestas institucionales e inversiones públicas son, en el mejor de los casos, excepciones bien intencionadas, pero no sostenidas.
Y mientras el océano se iba calentando, también se convirtió en el receptor de plásticos: esa innovación petroquímica que aún no sabemos gestionar completamente. Hoy los microplásticos son el síntoma más perturbador de una relación disfuncional entre innovación, mercado y salud humana y ambiental, que capacidad de envenenarnos de maneras tan diversas y complejas. Este año, el Día del Ambiente nos invita a reflexionar sobre la contaminación por plásticos, y repensar los modelos económicos y de consumo que lo mantienen.
Lo invisible empieza a ser evidente y con ello, nuestra creciente fragilidad. El futuro que enfrentamos puede estar marcado por arrecifes colapsados y economías costeras en ruinas, o por decisiones valientes que prioricen la adaptación, la innovación y la restauración ecológica. Aún estamos a tiempo.