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Uno de los dilemas más complejos que enfrenta Colombia y sintetiza varias de nuestras tensiones es la urgencia de recursos fiscales frente al desafío climático que afecta a los territorios de diferentes formas. En medio de una crisis de deuda pública y de restricciones severas para financiar programas sociales e inversión, resurgen las voces que plantean al fracking como parte del portafolio de salvación fiscal. Sin duda, los cálculos son tentadores: miles de millones de dólares entrando a las arcas del Estado en cuestión de años. Pero cada dólar tiene su contracara: toneladas de CO₂ que se liberarían a la atmósfera (sin límites geográficos), comprometiendo la seguridad climática de nuestro territorio.
Un estudio del profesor Carlos Vargas, de la Universidad Nacional, estimó en 2012 que Colombia podría contener entre 4,9 y 75,6 trillones de pies cúbicos de gas en yacimientos no convencionales, expresados en barriles de petróleo equivalente (boe) para facilitar la comparación. Esa conversión indica entre 95 y 1.450 millones de barriles equivalentes. Cada barril consumido emite, en promedio, media tonelada de CO₂e considerando extracción, refinación y combustión. En el escenario alto, esto implicaría 0,75 gigatoneladas de CO₂e, unas nueve veces las emisiones anuales actuales del país (≈0,08 Gt en 2022, según Climate Watch/WRI). Aprovechar estos yacimientos podría multiplicar varias veces la huella nacional en pocos años, justo cuando necesitamos reducirla.
Aproximémonos también al terreno económico. Con un precio de 70 dólares por barril, las reservas bajas podrían generar unos 6.600 millones de dólares y las altas más de 100.000 millones. Vía regalías e impuestos, se captaría en promedio un 22 %: entre 1.400 y 22.000 millones, según el escenario. Pero cada barril equivalente implica media tonelada de CO₂e y, al sumar volúmenes, las emisiones oscilarían entre 0,05 y 0,75 gigatoneladas, es decir, de 0,6 a 9 veces las emisiones anuales del país.
No se trata de un cálculo exacto, sino de un orden de magnitud que ilustra la magnitud del dilema. Si comparamos ingresos y emisiones, el país obtendría unos 30 dólares fiscales por cada tonelada liberada, muy por debajo del costo social del carbono, estimado entre 50 y 100 por varios marcos internacionales.
Aquí está la paradoja: un Estado que necesita con urgencia financiar su deuda y programas sociales frente a comunidades costeras que ya enfrentan la subida del mar, campesinos que pierden cosechas por sequías, ciudades que ven agotarse sus fuentes de agua. La adaptación climática, que debería ser prioridad, sigue relegada. Y en vez de invertir allí, se discute ampliar la frontera fósil. Es como vender un riñón para pagar la diálisis del otro.
Esto nos lleva a preguntas políticas: ¿qué multiplicador de emisiones estamos dispuestos a aceptar como sociedad? ¿Hasta qué punto un alivio de corto plazo en la caja pública justifica un impacto que nos sigue empujando a la vulnerabilidad climática? Y para quienes defienden el fracking, ¿no debería al menos garantizar condiciones mínimas como control estricto del metano y que la mayor parte de los recursos se destinen a transición productiva y adaptación climática?
Entramos en un ciclo electoral en el que la necesidad de encontrar ingresos rápidos puede traducirse en populismo. El país merece que los precandidatos pongan sobre la mesa los números completos, los costos climáticos y las alternativas de financiamiento. El próximo debate presidencial no debería esquivar esta pregunta: ¿cómo financiar la transición sin hipotecar el clima?
