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De la ‘Hydrilla’ y otros demonios

Sandra Vilardy

24 de septiembre de 2025 - 12:05 a. m.
Imagen de la "Hydrilla verticillata" en la Ciénaga Grande de Santa Marta.
Foto: Corpamag

Una invasión biológica ocurre cuando una especie transportada fuera de su área de distribución natural llega a otro lugar donde encuentra condiciones para establecerse, reproducirse y propagarse, causando múltiples impactos negativos ecológicos, económicos y sociales. Eso es lo que está sucediendo de manera acelerada en el complejo de ciénagas de Pajarales, parte del humedal Ramsar de la Ciénaga Grande de Santa Marta, con la llegada de Hydrilla verticillata. En pocos meses, cubrió más de 700 hectáreas y está alterando la vida cotidiana de los habitantes del palafito de Nueva Venecia.

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Imaginen vivir en un poblado de casitas de madera en medio de una gran ciénaga: por su tamaño no se alcanzan a ver las orillas en algunas direcciones y el agua apenas alcanza un metro de profundidad. Allí todo se hace en canoa: visitar a los vecinos, ir a la tienda o salir al pueblo más cercano; y la pesca –la principal actividad económica, cada vez más disminuida– se realiza en ciénagas vecinas o en los bordes del manglar. El agua que mantiene esta ciénaga proviene del río Magdalena, pero también del Mar Caribe, por eso sus aguas eran salobres e impedían la presencia de plantas invasoras, pero llevamos décadas alterando los balances del agua que entra y circula, con recursos públicos.

A finales del año pasado, Hydrilla logró ingresar, establecerse cerca de las bases de las casas y expandirse por la ciénaga hasta bloquear el paso de las canoas. Este nuevo ambiente ha favorecido a otra invasora conocida del sistema, el buchón de agua, y juntas están consumiendo el oxígeno del agua, generando malos olores y aumentando la angustia de los pobladores. El 21 de mayo, en mi columna “Historias de invasiones y pérdidas”, anticipaba este escenario que hoy cubren medios locales, nacionales e internacionales, especialmente El Espectador. Si no fuera por la presión de los reportajes, ¿existirían respuestas para gestionar el drama que vive a la comunidad?

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He conversado con varios de sus habitantes: sienten dolor, pero también una firme determinación para no dejar morir la ciénaga. John Cantillo, un joven líder local, lo resume así: “Me duele mucho la ciénaga y sé que estaremos de paso aquí, pero mis dos hijos no deberían estar hablando de lo mismo que mis abuelos dijeron que debía hacerse”. Alude a la demanda histórica y permanente de los pescadores: reabrir las barras cerradas por la carretera y permitir el regreso del agua del mar con sus peces. John también insiste en la necesidad de soluciones integradoras, que los comités no se reúnan solo en emergencias, que existan espacios permanentes y participativos donde confluyan quienes quieren trabajar por la Ciénaga.

Esta invasión es apenas la punta del iceberg de los males crónicos que aquejan a este territorio anfibio: la alteración hídrica, proyectos mal diseñados que han movilizado millones de dólares sin mejorar la vida de la gente ni la resiliencia del ecosistema, y una gobernanza fragmentada donde la mala ejecución de los programas ha terminado dividiendo a los líderes comunitarios, obligados a competir entre sí y a construir lealtades alrededor de los recursos. Todo ello ocurre bajo la permanente indolencia de las autoridades hacia una población que ha sufrido demasiado, pero que sigue encarnando una resiliencia socioecológica admirable.

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A propósito, ¿tendrá el Ministerio de Agricultura priorizada esta ciénaga en los “ecosistemas acuáticos agroalimentarios”?

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