Escribir esta columna no ha sido tarea fácil. El parte médico sobre el estado de Miguel Uribe Turbay es desgarrador. Su vida pende de un hilo tras un atentado que nos recuerda, una vez más, que la violencia en este país es camaleónica y adquiere múltiples caras: la de un sicario adolescente, que revive con cada magnicidio los fracasos que repetimos como sociedad; las caras de las violencias políticas del pasado; las violencias del crimen organizado y sus economías ilegales, que aún no logramos dimensionar, y la cara de la violencia verbal que brota del miedo, la frustración, el dolor...
Somos una sociedad adolorida, llena de cicatrices que no hemos terminado de sanar. Aunque en estas últimas décadas hemos logrado mejorar en muchos indicadores de bienestar, seguimos atrapados en una profunda desigualdad, donde la violencia, la ilegalidad y el crimen encuentran un caldo de cultivo que se reproduce sin tregua.
Muchos de mi generación somos nietos de desplazados por la violencia partidista e hijos de quienes soñaron con un país distinto. Fuimos testigos en nuestra infancia de los estragos del narcotráfico en forma de bombas y atentados, pero también de la mano negra que estaba detrás de los múltiples magnicidios. Con el tiempo, logramos comprender las alianzas silenciosas que pudrieron las instituciones desde dentro, dejando formas de violencia aun más difíciles de desarraigar. Y, aún hoy, seguimos sumando nombres, víctimas y ausencias.
La desaparición de Andrés Camilo Peláez desde el 3 de abril de 2022, el secuestro de Arnold Rincón, director de Codechocó, desde el pasado 26 de abril; los paros armados en Chocó y los recientemente anunciados en el Guaviare por las disidencias de Mordisco son una pequeña parte de esa secuencia de hechos que siguen minando la esperanza. A esto se suma la extorsión a las comunidades que intentan conservar y restaurar la naturaleza, para consolidar el turismo en el “país de la belleza” y tener otras opciones económicas, en reemplazo de las que les dejan los violentos y un Estado que no termina de llegar.
Mientras tanto, la violencia verbal nos destroza en las redes sociales. Ese campo de batalla virtual donde, aunque no corre sangre, circulan infamia, imposición, ruido; que en el fondo es dolor y miedo. No se le concede un ápice al que supuestamente está en la otra orilla, aunque todos estemos entretejidos en este telar de heridas.
¿Estamos condenados a estas luchas intestinas por el todo o nada? ¿Podremos construir una sociedad más justa sin caer en la incoherencia de la violencia? Tal vez no podamos hacerlo todo de una vez, somos una sociedad en tránsitos y reversas; de eso hemos aprendido y debemos ponerlo en práctica. Lo que no podemos es seguir normalizando la violencia ni el miedo. Necesitamos aprender a reconocer el dolor y las cicatrices en el otro, tanta violencia debería empujarnos a tener más actos de humanidad y madurez democrática.
Hoy solo puedo pedirle a Dios por la salud de Miguel y por la cordura de nuestra sociedad en estos tiempos tan retadores. Quiero mantener mi esperanza en un país donde hemos aprendido de las víctimas, y donde el compromiso con la vida, con el derecho a ser distinto, no sea una causa de riesgo. No podemos seguir pagando con sangre el precio de cada transformación pendiente.