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Hace unos días comenzaron las actividades para la celebración de los 30 años de constitución del Instituto Humboldt. Para quienes no lo reconocen, el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt fue creado por la Ley 99 de 1993 y hace parte del Sistema Nacional Ambiental. Tiene como misión “promover, coordinar y realizar investigación que contribuya al conocimiento, la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad como un factor de desarrollo y bienestar de la población”. La frase elegida para esta conmemoración es “El micelio: La red invisible que nos une”, una forma de identificarse con esa red subterránea de información derivada de los hongos, que fluye en múltiples vías para nutrir al suelo y así seguir creando valor y vida.
Esta metáfora me parece muy oportuna y necesaria. Los hongos han sido históricamente subestimados. Viven en el suelo, descomponen la materia muerta y, por eso, culturalmente no han sido los protagonistas que imitar; al contrario, se encuentran en el rincón de las cosas indeseables de la naturaleza. Sin embargo, el papel que realizan lo hacen con una sofisticación química asombrosa y su trabajo de transformación permite que nuevamente los nutrientes fluyan a través del micelio, permitiendo que otros organismos, especialmente plantas y árboles, puedan crecer. En ese “lado B” de la vida están las especies menos “carismáticas”, las encargadas de la descomposición, especies que viven gracias al reciclaje de la materia muerta. Así ganaron la carrera de la evolución biológica, son la mayoría de las especies que hoy conviven con nosotros y han vivido de manera exitosa, hasta que nuestras prácticas empezaron a ponerlas en riesgo.
Quiero proponerles una comparación sobre los retos que enfrentamos como sociedad y las economías. Fíjense en el papel oculto y transformador de los hongos y el poco valor que les damos frente a la amplia valoración que hacemos de los árboles y su crecimiento. Como sociedad, centramos la atención, las inversiones y la innovación en las empresas, industrias y los sectores que producen, crecen y se expanden. ¿Pero cuántas empresas, industrias, sectores se están encargando de transformar los desechos de los primeros, para que sigan siendo útiles económica y socialmente? ¿Por qué no imitar eso que ha sido exitoso en la naturaleza durante millones de años?
Una de las transiciones hacia la sostenibilidad más urgentes es la regeneración del suelo: con sus micelios, insectos, gusanos, levaduras y demás organismos que pueden ayudar a nutrirlos nuevamente y recuperarlos, luego de años de agotamiento por la mecanización y exceso de agroquímicos. Otra gran transición es cambiar nuestra visión sobre los residuos: dejar de verlos como desechos y comenzar a tratarlos como materiales con potencial. Necesitamos sofisticar y ampliar el sector que se encarga de gestionar nuestros residuos, tenemos el desafío de crear modelos de negocio y rediseñar empleos que imiten los ciclos naturales, donde nada se pierde y todo se transforma. La economía circular, que llegó hace algunos años, es una gran oportunidad económica y requiere del compromiso de inversionistas, emprendedores y gobiernos.
La economía regenerativa trata de reconstruir las bases biológicas que hacen posible que el sistema económico funcione, sin destruir lo que lo sostiene. Eso nos exige cambiar de mirada: ver valor donde antes veíamos basura, conectar sectores productivos con redes vivas que restauran, y dejar atrás la lógica del descarte para abrazar la del cuidado.
