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Jane Goodall y lo que aún nos hace humanos

Sandra Vilardy

08 de octubre de 2025 - 12:05 a. m.
“Nos recuerda que la humanidad no es una categoría superior, sino una condición relacional”: Sandra P. Vilardy

Jane Goodall falleció el mismo día que la flotilla Global Sumud fue interceptada de manera ilegal por el ejército de Israel en aguas internacionales, cuando intentaba llevar ayuda humanitaria a Gaza, en medio del genocidio que todos estamos viendo. Estos días he pensado mucho en el poderoso legado ético que esta increíble mujer nos deja, en la fuerza proyectada desde un cuerpo frágil, con palabras llenas de contundencia y dulzura. Ella representa un poderoso símbolo de fuerza y sabiduría en tiempos en los que la brújula (¿o el algoritmo?) que nos señala el significado de ser humano parece girar sin rumbo.

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Jane Goodall nos enseñó a mirar sin arrogancia. Su vida entera estuvo dedicada al reconocimiento y la defensa de la interdependencia: esa red invisible que une a los seres vivos para el cuidado y que nos recuerda que la humanidad no es una categoría superior, sino una condición relacional. Nos enseñó que la empatía puede ser una herramienta científica y moral, que en la ciencia y en la sociedad es mejor escuchar antes de juzgar, que se deben admitir errores y entender el conocimiento como un proceso vivo. Su esperanza nunca fue pasiva; era una forma de acción. Y también reconoció el lado oscuro de nuestra especie: los chimpancés podían pelear, pero solo los humanos —decía ella— son capaces de hacer el mal con plena conciencia de ello.

Esa frase resuena con fuerza frente al horror que se despliega hoy en Gaza, donde la palabra “genocidio” intenta nombrar lo innombrable. Allí, la deshumanización opera con precisión quirúrgica: el otro se convierte en cifra, en enemigo, en daño colateral. No son impulsos naturales, son decisiones políticas, morales y tecnológicas. La violencia deliberada nace en los despachos, en las narrativas que suprimen la compasión y normalizan el horror.

Jane Goodall también nos advirtió que la inteligencia, por sí sola, no basta. “Solo cuando nuestro cerebro y nuestro corazón trabajan juntos en armonía —decía— alcanzamos nuestro verdadero potencial”. En medio de la creciente incertidumbre que trae la irrupción y expansión de la Inteligencia artificial, sentimos amenazadas las formas como conocemos los empleos, la comunicación, la economía misma. La cuestión no es si la IA nos va a reemplazar, es si nosotros aún podemos sentir. Estamos deslumbrados por su eficiencia, su capacidad de cálculo, su aparente neutralidad; pero al mismo tiempo que nos fascina parece que también nos aleja. En su lado más oscuro, puede perpetuar los sesgos del poder, decidir sin rostro, transformar a las personas en datos, centrándose en el promedio y manteniendo las inequidades de los que están en la periferia.

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Recordar a Jane Goodall es recordar lo que aún nos hace humanos: la capacidad de empatizar, de aprender del otro, de interpretar los mensajes de la naturaleza. Somos una especie que observa, que crea símbolos, que transforma su entorno; pero también una especie capaz de elegir el mal con plena conciencia. En ese límite reside nuestra responsabilidad.

Hoy, cuando el mundo oscila entre el genocidio y la automatización, su legado nos invita a recuperar la brújula ética: reposicionar el valor de la empatía radical, reconocer nuestra dimensión relacional, actuar con humildad epistemológica: aprender al observar; y recordar que cada acción, por pequeña que sea, cuenta. Porque resistir la deshumanización es también un acto de esperanza; y ella decía que la esperanza es un verbo, por lo tanto debemos ejercerlo.

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