La incertidumbre se ha vuelto parte de nuestra cotidianidad. Vemos cómo la magnitud de los problemas se retroalimenta con la fragilidad y la volatilidad de las decisiones de los gobiernos, tanto nacionales como locales. Entonces surge una pregunta inevitable: ¿cómo seguimos sosteniendo lo cotidiano y enfrentando los desafíos en los territorios, cuando los gobiernos parecen tener la brújula perdida y, en muchos casos, simplemente no llegan?
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Entonces intento buscar pistas en la naturaleza. Cuando muere un gran árbol o hay un incendio, la materia orgánica muerta o calcinada se transforma en nutrientes para los organismos bajo el suelo. Invisibles pero imprescindibles, las redes de hongos conectan raíces y transfieren vida, permitiendo que las semillas guardadas puedan germinar y construir un bosque nuevo.
Así veo a las organizaciones de base, los colectivos que arman su vivero, los grupos de mujeres que crean circuitos de economía local, los pequeños propietarios que se unen para restaurar el territorio, los ambientalistas que educan para proteger sus ríos, los artistas que invitan a la reflexión desde la acción, los indígenas que siguen esperando que aprendamos. Son un micelio social, capaz de generar vida y soluciones incluso cuando el entorno es hostil.
Ese capital social ha florecido en muchos rincones del país. Comunidades y grupos ciudadanos han aprendido a entretejer lazos resilientes y creativos, a veces impulsados por dinámicas económicas, otras como respuesta a la violencia o el olvido. Pero en otros lugares parece gobernar la parálisis: nada ocurre sin el visto bueno del gobierno local, la vida colectiva queda suspendida, a la espera de los apoyos que muchas veces solo se calculan para los votos de la siguiente elección.
El desafío es enorme. Vivimos un momento en el que necesitamos romper la trampa de la desconfianza, esa que nos mantiene desconectados mientras vemos acelerarse el deterioro. Y las tensiones crecen: entre sectores, entre comunidades y Estado.
Lo vi estos días en Santa Marta, durante las conversaciones por sus 500 años de fundación. La sociedad civil está lista para conectarse de formas nuevas y sumar. Solo falta identificar eso que puede ayudarnos a reconstruir la confianza entre diferentes. El reto es conciliar intereses, mediar en disputas por el territorio, el agua y el sentido mismo del desarrollo. Allí, organizaciones comunitarias, propietarios dentro de áreas protegidas, pescadores, líderes ambientales, científicos comparten preocupaciones profundas, como las que giran en torno al Parque Tayrona. Todos reconocen los riesgos, todos saben que algo debe cambiar, pero la desconfianza es el mayor obstáculo, el que debemos vencer.
Por eso, no basta con fortalecer capacidades técnicas o movilizar recursos. Necesitamos reconstruir la confianza: tender puentes entre desconocidos, reconocer el valor de la colaboración, celebrar lo que otros ya están haciendo y articularnos para crear algo mayor. El micelio social crece cuando nos atrevemos a escuchar, a reconocer las heridas y a imaginar soluciones colectivas, más allá de la urgencia individual.
En este país, tan dado a esperar que todo cambie desde arriba, quizás el mayor acto de esperanza sea dejar de esperar y empezar a tejer. Expandir el micelio, reconocer la potencia de lo que podemos hacer juntos y animarnos a volver a confiar. Solo así, desde la base, desde lo invisible, podremos transformar la incertidumbre en posibilidad y las tensiones en nuevas formas de habitar y cuidar nuestro territorio.