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En 2016, una columna del periodista Iván Gallo suscitó polémica tras haber dicho que Cúcuta es “un peladero”. Más de nueve años después, sigo intentando encontrar la mentira en su afirmación. El cucuteño hoy tiene solo dos opciones: irse o acostumbrarse a la tragedia.
No es normal lo que la capital nortesantandereana está viviendo. No son normales las muertes violentas en establecimientos nocturnos, restaurantes, a la entrada de colegios o de la propia casa, así como las bombas y los toques de queda declarados por ilegales. En el último año, Cúcuta y su área metropolitana —que incluye a los municipios de Villa del Rosario y Los Patios— han sido anfitrionas de todos esos eventos que acabo de nombrar; de hecho, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, ONG mexicana, “la perla del norte” lleva dos años consecutivos dentro de las 50 ciudades más violentas del mundo, esto tras cerrar 2024 con 561 homicidios.
Las cintas amarillas adornadas de personajes en trajes forenses se volvieron parte del paisaje, y el temor a nuevas cuotas de violencia, que siempre se cargan consigo a gentes inocentes, es latente. Pueden ser la delincuencia común, grupos armados nacionales como el ELN o transnacionales como los AK47: la vida cucuteña es eso que pasa mientras estamos bajo la amenaza de la muerte. Lo peor del asunto es que la ilegalidad ha trascendido todas las capas sociales, pues nos hemos acostumbrado a ser testigos de estilos de vida que, si bien pueden ser producto del trabajo honrado, tenemos claro que en muchas ocasiones no lo son: camionetas de alta gama, casas que emulan palacios y unas dinámicas de consumo que le huyen a la austeridad. Todos sabemos lo que sucede: Cúcuta está plagada de traquetos.
Dejó de ser extraño conocer, de manera directa o indirecta, a una persona que haya sido asesinada recientemente. Apenas lógico en una ciudad con 36 homicidios por cada 100.000 habitantes, en la que “todos nos conocemos con todos”. El crimen de María José Estupiñán, por mencionar solo el más reciente y mediático, es una representación fidedigna de la situación de Cúcuta: un sicario a sueldo —sueldo que seguro es cruelmente bajo frente al valor de una vida— toca a su puerta, desenfunda el arma y atenta seis veces contra su integridad ante la mirada atónita y los gritos estremecedores de su madre, tras lo cual huye a pie por esas mismas calles que tantas veces ella recorrió.
Conforme a las investigaciones preliminares, una millonaria compensación —producto de una decisión judicial a su favor, tras una denuncia de violencia intrafamiliar contra su expareja— sería la principal pista para entender los móviles de su asesinato, aunque sé que esta no es la teoría predilecta del vox populi cucuteño. Independientemente de las ideas que circulen, ninguna justifica en lo absoluto el asesinato de la estudiante de 22 años; hablamos desde la normalización de la muerte violenta, síntoma de una sociedad que ha perdido su capacidad de asombro frente a la irrelevancia de la vida, a pesar de ir a misa cada domingo.
María José Estupiñán se suma al veedor ciudadano Jaime Vásquez, asesinado el 14 de abril del año pasado, un domingo, en un comercio a la hora del desayuno; también al venezolano Luis Miguel Osorio Chacín, baleado junto a su hijo menor de edad y su escolta a las afueras del colegio de su otra hija el 14 de septiembre. Por el lado de los atentados, resalta la noche del 19 de marzo, con tres explosiones en distintas zonas del área metropolitana, incluyendo el peaje en Villa del Rosario; o las detonaciones de granadas en el centro en pleno lunes 28 de abril. Al parecer, la delincuencia es a prueba de Cúcuta.
Puedo adherirme a los clamores de justicia, de intervención por parte del Estado e incluso atención por parte de la comunidad internacional, pero mientras Cúcuta siga siendo el paraíso rentable de la delincuencia y la ilegalidad, todas serán palabras al viento. Es momento de reconocer y rechazar el flujo de dinero ilegal en el comercio cucuteño, similar al boicoteo que se realizó contra una reconocida empresa de hamburguesas —con un número preocupante de sedes para una ciudad tan pequeña— tras haber trascendido el papel de sus dueños en la dictadura venezolana. El cucuteño de a pie merece vivir en paz y los traquetos tener miedo, no al revés.
El himno de Cúcuta nos habla de que su fundadora, Juana Rangel de Cuellar, nos “dio un rincón para morir”. Nos lo tomamos muy en serio.

Por Santiago Bohórquez Garrott
