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Cada semana que pasa en Colombia no es un devenir hacia el futuro, sino un barrigazo contra el presente. Y esto por el exótico coctel de noticias que siempre está ahí, sorpresivo a veces, enervante o inverosímil. Lo vimos estos días con la visita del presidente Duque a Francia. No daba crédito a mis ojos. ¿Duque en la Unesco? Que un Gobierno agresivo con la cultura y que pretende anular por infarto económico a la universidad pública tenga el descaro de hablar precisamente en la sede de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura es un chiste de mal gusto. Pero así de hipócrita es esta administración: allá en París sacan pecho por el proceso de paz, y acá permiten que las jaurías de su partido y del Gobierno lo destrocen. Todo acaba por ser lo contrario de lo que promulgan, como con las leyes anticorrupción.
Y algo inaceptable: la expulsión de estudiantes colombianos que fueron a la Unesco a oír su charla de forma pacífica. ¿Por qué los echaron de ese modo brutal? Para que los gendarmes hayan actuado así, alguien debió decirles que eran peligrosos terroristas, como mínimo. ¿Quién dio la orden? Conozco desde hace 30 años a Luis Armando Soto, actual delegado de Colombia ante la Unesco, y me resisto a creer que haya hecho semejante locura. Según los colombianos de allá, habría sido alguien del Consulado, pero el Consulado no tiene potestad ni opera sobre la Unesco, que es extraterritorial en Francia. Pronto se sabrá, pero el mal sabor de boca entre representantes diplomáticos y residentes colombianos ya quedó instalado.
Como si lo anterior fuera poco, el episodio de los siete enanitos remató la faena. Ignoro si Duque intentaba decir algo distinto y le salió mal, pero habría que inventar un nuevo adjetivo, más allá de “ridículo”, para describir el papelón de nuestro subpresidente. ¿Sabrá él que en esa región del mundo los referentes culturales son extremadamente serios, y que es una sociedad que venera el pensamiento como pocas en el planeta? Mencionar a los siete enanitos en el país de Sartre y de Montaigne, ante la asamblea general de la Unesco, es de una asombrosa estupidez. Milagrosamente no sacó un balón y se puso a hacer cabecitas para redondear el chiste. ¡Qué rápido se pierde todo! En el 2017 se celebró el año Colombia-Francia. Durante un semestre los artistas colombianos mostraron un país complejo, generoso en su creación, con una sociedad en permanente debate intelectual, rico en imágenes, atravesado por mil interrogantes e insertado en la realidad de un modo profundo, crítico, repleto de ideas y propuestas. Ahora, en su corta visita y llena de empujones, Duque dejó la imagen contraria: la de un país de discursos políticos vacíos, de infantilismo, bobería e incultura. La Colombia rencorosa, rezandera y violenta. Todo lo que Francia abomina, todo lo que Francia combate y por lo cual es ejemplo ante el mundo. Porque la Colombia de Duque no coincide ni se hermana con las ideas del presidente Macron, sino con el ideario de su opositora Marine Le Pen, la fascista y racista, la ultracatólica que odia a los extranjeros, que desprecia a los intelectuales y a los homosexuales. Por eso, a pesar de haber vivido diez años en París, hoy prefiero ser apátrida. ¿Durará cuatro años esta vaina?
