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El Goce Pagano


Santiago Gamboa
22 de junio de 2024 - 05:05 a. m.
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A los 19 años me fui de Bogotá, rumbo a España, con una maleta en la que debía caber una vida: esa vida futura que aún no tenía. Atrás quedaba la adolescencia que fue sobre todo un mapa de luces en lo alto de la montaña, una serie de itinerarios nocturnos por la ciudad buscando responder ciertas preguntas o tal vez buscando preguntas nuevas, diferentes de las que mi pobre experiencia me ofrecía. Ese ir y venir nocturno, a veces solo y a veces con otros aspirantes a escritores, acabó por llevarme a una casona de principios de siglo cerca de la esquina entre las avenidas Chile y Caracas. En la azotea funcionaba la salsoteca El Goce Pagano.

Todavía hoy, cuatro décadas después, cada vez que escucho la voz salivosa de Pete “el Conde” Rodríguez atacando Catalina la O, una extraña fuerza me lleva de vuelta a ese espacio estrecho de madera, techo abuhardillado y luces de colores donde bailaba y bailaba hasta el amanecer como un derviche giróvago, bebiendo cerveza y queriendo agotarme, caer rendido, llegar al límite. El Goce era un museo de la salsa clásica culta, ajeno a las modas y atendido por su propietario, César Pagano, un intelectual del guaguancó y el chachachá. Ir a bailar al Goce era un gesto político y de descontento.

Una vez tuve ahí un extraño encuentro. En una de las mesas más oscuras, en una suerte de nicho que hacía la pared detrás del mostrador, reconocí a un antiguo profesor del colegio. Era un enorme haitiano llamado Emile Laurent, exiliado político del régimen de Duvalier. Nos daba francés. Recuerdo que parecía triste y que agarraba su botella de cerveza con fuerza. Lo abracé de alegría, pero me sentí extraño. Laurent era testigo de ciertos años de mi vida que daba por clausurados y que de repente estaban de nuevo ahí. Me invitó a sentarme y quiso saber de mis estudios de Literatura. Le contesté que ahí iban. Me volvió a abrazar y les aseguró a sus amigos, todos haitianos, que yo era su orgullo.

De pronto, en medio del estruendo, se sobrepuso un extraño sonido que no iba con la música. Al darme vuelta vi que el profesor Laurent estaba llorando. Lloraba con regularidad, apretándose el entrecejo con los dedos. Hice un gesto interrogador a sus amigos. Uno de ellos, cuyos rasgos no pude distinguir por lo oscuro del rincón, se acercó y me dijo, con marcado acento francés: “La señora Laurent falleció hace cinco días”, y agregó: “Él está inconsolable”. Días después alguien me contaría una versión, no sé si cierta, según la cual la mujer habría caído del auto que manejaba Laurent; otras versiones decían que se había estrellado contra un árbol. Nunca supe cuál fue la verdadera, pero verlo llorar de ese modo fue una gran lección, tal vez la más importante que me dio. La primera vez que entré al Goce era un adolescente de 15 y cuando salí de Bogotá, a los 19, ya estaba listo para lanzarme a la vida y nadar en altamar. La imagen de joven iracundo, enfrentado a todo, se transformó esa noche en que Laurent me hizo vislumbrar cosas esenciales. En esos mismos oscuros espacios en los que besé a algunas mujeres con impaciencia. La melodía triste de mi profesor se convirtió en la pregunta que ansiaba encontrar y jamás responder. Una música que atesoré durante años y me ayudó a escribir mis primeros libros.

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HELBERT(40077)23 de junio de 2024 - 03:40 a. m.
Este Santiago escribió la columna mocha y también inconexa. Y repetitiva. Rara.
Alberto(10279)23 de junio de 2024 - 12:56 a. m.
¿Y?
Alberto(75791)22 de junio de 2024 - 10:28 p. m.
Esta columna está como "mocha".
orlando(94712)22 de junio de 2024 - 09:59 p. m.
Señores por favor, qué pasó con mi comentario. Orlando
orlando(94712)22 de junio de 2024 - 09:50 p. m.
Por qué no aparece mi comentario...
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