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No escribiré más

Santiago Gamboa
29 de octubre de 2022 - 05:30 a. m.

Algunos habrán reconocido esta rotunda frase de Cesare Pavese al final de su diario: “Non scriverò più”. No escribiré más. Era un autor joven, de apenas 42 años, y su rotunda afirmación quedó confirmada por su suicidio, a los pocos días, en el Hotel Roma de Turín. Esa muerte fue la medida de su imposibilidad o de su enfático deseo de no escribir más, claro está, pero leyendo sus diarios uno se pregunta si fue la vida o la escritura lo que lo llevó a suprimirse. Y esto en el caso de que fueran cosas diferentes para él, pues, sospecho, para la mayoría de los escritores vida y escritura son planos ligeramente separados. Por eso la muerte de un escritor no precisa de la muerte física del autor. Ahí están aquellos que dejaron de escribir, que maldijeron y escupieron sobre su identidad de escritores. El más radical que recuerdo es el portugués y angoleño José Luandino Vieira, quien rechazó en 2006 el Premio Camões, el más importante de la literatura portuguesa, con el argumento de que ese premio se concedía a “autores vivos” y él estaba muerto.

Tal vez por eso mismo, la muerte de un escritor es la única que sí puede ser vivida en los términos de Wittgenstein, cuando dice: “La muerte no es un acontecimiento de la vida. No podemos vivir la propia muerte”. Hay otra traducción de esta sentencia —es en alemán, lengua que desconozco—, de Jorge Semprún: “Mi muerte no es un acontecimiento de mi vida. No puedo vivir mi muerte”. Pero cuando una persona escribe tiene muchas vidas y una puede sobrevivir a la otra. No escribir más es un modo de reflexionar en todo aquello que nos hace escritores. Por ejemplo: el del autor que aún cree en su labor y cada mañana se levanta y camina hacia su mesa, se sienta para dar inicio a su día y escribe el libro que le gustaría leer.

Desde el punto de vista de la técnica, el individuo moderno depende por completo de la sociedad que lo rodea. Nuestra supervivencia humana está subordinada a una gran cantidad de aparatos tecnológicos y nos beneficiamos de una serie de aplicaciones científicas que no podríamos reproducir si estuviéramos en una isla desierta, aun si en ella se encontraran los insumos necesarios. Incluso en la comunidad científica. Quien es especialista en nanotecnología aplicada a la robótica ¿sabrá reproducir las ondas que transportan la voz? La era tecnológica es por eso mismo contradictoria: a la vez un canto a la vida en comunidad y una condena del individuo a la dependencia y la soledad. Desde el punto de vista de su relación con la técnica, el hombre contemporáneo es un ignorante integral. Sabe usarla, pero no recrearla.

En el arte, en cambio, la existencia del otro no es de vida o muerte, podemos hacer arte en una isla desierta. ¿Pero qué arte? Los demás nos ayudan a delimitar y definir nuestro trabajo. Sin la literatura de los otros, ¿qué es o qué sería la nuestra? Sin otros que lean y critiquen, ¿qué sería del autor? Son precisamente los lectores los que definen la identidad de un escritor: su lugar, su valor, su posible perpetuación en el tiempo, su vigencia y su impacto. El lector es quien da vida a un libro. De no haber lectores, el libro no dejaría de ser un paralelepípedo de papel, cartulina y tinta, y ningún autor, como dijo Pavese, escribiría más.

 

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