Isaiah Berlin argumentó que el pensamiento de Occidente desde la Antigüedad hasta la Ilustración estuvo en general regido por la creencia de que “la verdad es única y el error es múltiple”. La verdad estaba dada por la naturaleza, por Dios o por un racionalismo que aceptaba que, de pronto, los humanos no habían descubierto aún todas las grandes verdades del mundo, pero que tarde o temprano serían encontradas. Esa creencia se acentuó con los grandes descubrimientos científicos y, en particular, la ley de gravitación universal de Newton, que hizo creer a los filósofos que los fenómenos sociales y políticos podrían también llegar a plantearse con la misma precisión matemática de las leyes de la naturaleza.
Esa concepción de siglos comenzó a derrumbarse por varias razones, pero una de las más importantes fue el creciente clamor por tolerancia después de siglos de violencia generada por las luchas religiosas e incluso por la ansiedad y el miedo que creó la época del terror de la misma Revolución francesa, que tantas esperanzas había suscitado entre los seguidores de la Ilustración. Gradualmente, la creencia en la verdad inmutable y definitiva comenzó a ser reemplazada por una nueva actitud que ponderó la deliberación, la crítica y la aceptación de la crítica como medios para alcanzar acuerdos no solo sobre las leyes de la naturaleza sino también sobre las normas e instituciones que debían regir la sociedad, un principio que, ya en el siglo XX, Karl Popper definió así: “La verdad nunca es definitiva y el error es siempre probable”. De esa nueva concepción del mundo y de la sociedad nacieron la autonomía y la libertad individual, la igualdad ante la ley, el respeto de los derechos fundamentales, la democracia representativa liberal y la economía de mercado, valores que conforman lo que llegó a ser definido como la modernidad.
En una brillante columna de El Espectador, el académico Carlos Granés argumenta que la modernidad está en crisis por culpa del cambio climático y sostiene que sus enemigos son los grupos conservadores que quieren regresar a la Colonia, a las verdades inmutables dadas por Dios, y los llamados “decolonialistas”, los que quieren ir aún más atrás en la historia, no a la Colonia sino a las culturas ancestrales y precolombinas. Mientras muchos analistas utilizan los conceptos de “capitalismo” o de “neoliberalismo”, yo encuentro muy estimulante que Carlos Granés utilice la modernidad como categoría de análisis y estoy también de acuerdo en que está bajo un fuerte ataque, pero no creo que sus grandes enemigos sean solo los sectores conservadores que sueñan con el mundo colonial o sectores del multiculturalismo que plantean un regreso a la naturaleza ancestral.
El gran enemigo de la modernidad hoy en día es el populismo, que no busca regresar a ninguna parte sino tomar el poder dividiendo a la sociedad entre amigos y enemigos, entre buenos y malos, entre un pueblo noble y trabajador y una élite corrupta y explotadora. Su gran obstáculo es precisamente la modernidad, que acepta la deliberación, concibe el poder de los gobernantes limitado en el tiempo y en el espacio, respeta los derechos de las minorías y los derechos fundamentales. Ese populismo, que sueña con instaurar en nuestro suelo el poder absoluto de las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, es el verdadero enemigo de la modernidad y de todos nosotros.