Existe una interpretación facilista de lo que está sucediendo en Chile. Se dice que la protesta social, que se originó en octubre de 2019, y el triunfo del “apruebo” en el plebiscito sobre una nueva Constitución son una consecuencia de la desigualdad económica y social, y efecto de una confrontación entre clases sociales, entre un pueblo explotado y una élite explotadora. Así, algunos partidos de extrema izquierda, como el Partido Comunista, vislumbran una situación prerrevolucionaria y han justificado los abominables actos de violencia, las quemas de iglesias, la decapitación de imágenes de Cristo, de la Virgen María y de muchos santos, la destrucción de muchas estaciones del metro, la quema y el saqueo de más de 400 supermercados. Otros sectores no van tan lejos, pero aceptan que la protesta social y la inconformidad son la consecuencia de la desigualdad y argumentan que una nueva Constitución deberá fortalecer el papel del Estado para redistribuir el ingreso, consagrar una serie de derechos sociales y restringir el papel del sector privado en la economía.
Todo esto se dice y sucede en un país en el que, en un hecho sin precedentes, esos mismos jóvenes que hoy protestan ayudaron a reelegir tan solo hace tres años a un representante de la clase empresarial y líder de la centroderecha como presidente: Sebastián Piñera. Y todo esto también sucede en el país con el mejor índice de desarrollo humano de América Latina, con el mayor ingreso per cápita de la región, un país que en 30 años redujo la pobreza del 40 al 8 % (cifras anteriores a la pandemia), con un coeficiente de Gini que ha caído y es inferior al de Brasil, México y Colombia.
Por estas razones, y sin negar que hay problemas de inequidad, otra interpretación más sutil e interesante argumenta que lo que ha sucedido en Chile es una consecuencia paradójica del grado de modernidad que ha alcanzado. Los que protestan pertenecen a unas nuevas generaciones que jamás experimentaron la pobreza, la marginalidad ni la violencia política que vivieron sus padres; que sueñan y exigen más, no menos, desarrollo; que quieren tener plena autonomía y la capacidad para editar sus propios planes de vida, consumir bienes y servicios de su propia elección, al tiempo que cargan con la responsabilidad de sus decisiones y carecen de la protección y el amparo que daban antes la familia extensa, la comunidad rural y una moral colectiva que dictaba lo que había que hacer. Son generaciones más prósperas, libres y autónomas, pero en alguna medida también más desarraigadas y solitarias. Esta interpretación es consistente con una protesta social que no tiene líderes, con unas manifestaciones enormes en las que nadie da discursos y en las que tampoco aparecen los partidos políticos, hoy en día muy desacreditados.
Si esta interpretación es correcta, la estabilidad y la cohesión social de Chile, y también las de un país como Colombia, requieren expandir su proceso de modernidad, fortalecer un Estado que provea bienes públicos como seguridad y justicia, fortificar una democracia liberal que controle el poder con otros poderes, robustecer los partidos políticos y la sociedad civil, y, sobre todo, contar con una economía de mercado eficiente, competitiva, de elevada productividad, que genere millones de buenos empleos formales y elevados salarios. Solo así se podrán materializar las crecientes expectativas de esas nuevas generaciones.