La caída del Gobierno afgano, apoyado por los Estados Unidos y las potencias europeas, es otro golpe demoledor a la idea de que es posible transformar desde fuera un Estado totalitario en una democracia representativa. Ese intento de Occidente por extender la democracia, la igualdad ante la ley para hombres y sobre todo para las mujeres, la libertad individual o la economía de mercado, en alguna forma, ha descansado en una fe profunda, que se remonta a la Ilustración, según la cual hay una gran ley o teoría positiva a la que tiende la humanidad, que, tarde o temprano, hará que todas las sociedades descarten las ataduras a sus tradiciones y particularidades para adherir a los métodos de pensamiento y valores racionales, científicos y experimentales de las sociedades industriales modernas. ¿Tiende la humanidad hacia una unidad racional y ética, como planteó la Ilustración, o hacia una armonía racional definitiva, como Platón argumentó hace dos milenios y medio? ¿O tenían razón los románticos y los críticos de la Ilustración cuando negaron la existencia de esos principios generales humanos y plantearon que todo reside en una lucha de voluntades radicales?
Quizá la mejor respuesta la dio Isaiah Berlin cuando planteó que una sociedad civil liberal no puede sostenerse solo en principios abstractos y en reglas universales, sino que también necesita reconocer la existencia y la necesidad de una cultura propia para tener estabilidad y poder contar con la lealtad y la fidelidad de su gente. Para el profesor de la Universidad de Oxford, las formas culturales son consustanciales a los humanos, así como son impredecibles en su desarrollo, irreduciblemente diversas y necesariamente históricas. Esas identidades plurales están incorporadas en formas culturales comunes a todas las generaciones y se expresan en los valores que se reconocen en el lenguaje, los mitos, la religión, la música y muchos más. Esa matriz de formas culturales no está dada, no es innata, tiene una historia y, por lo tanto, además de evolucionar, tiene su propia identidad, y difiere de unas sociedades a otras, aun entre sociedades con fronteras comunes. Si Isaiah Berlin está en lo correcto, entonces, una lección de lo sucedido con Afganistán, y antes con los países de la Primavera Árabe, es que hay que hacer una gran inversión para estudiar y entender las formas culturales y axiológicas de esas sociedades para ayudarlas en su proceso de modernización. Solo el dinero y el ejército no bastan.
En forma similar, nosotros mismos debemos repasar nuestra historia, no solo la historia política o económica, sino también la de nuestras formas culturales, como nuestro apego a la libertad, la tradición legal o la autonomía regional, valores que permearon desde las guerras de independencia y se enfrentaron a visiones de liderazgos mesiánicos y dictatoriales del mismo Simón Bolívar, y que, pese a todas las cosas que aún debemos enmendar, nos han dado unas instituciones republicanas que nos han permitido elegir a civiles como gobernantes, por medio de procesos electorales con reglas preestablecidas y que han hecho un uso limitado del poder. Estos son activos que heredamos de nuestro pasado, pero no los tenemos garantizados para siempre, debemos protegerlos, especialmente cuando proliferan el mesianismo, el populismo, los grupos armados ilegales financiados por el narcotráfico, y en la vecindad se extienden las dictaduras y autocracias.