¿QUÉ ES LO QUE NOS MANTIENE HIPnotizados, absortos y tensos en las dos horas que dura Los viajes del viento, de Ciro Guerra? ¿De dónde viene la magia?
No puede venir sólo de las imágenes visuales, que son ciertamente imponentes, porque todos hemos visto documentales sobrecogedores, como los de la National Geographic, que no logran ese hechizo. Hay algo más recóndito, más oculto en esta película. Sólo hasta bien entrada mi adolescencia llegó la televisión a mi ciudad, por lo cual crecí escuchando radionovelas, que no eran otra cosa que guiones leídos por actores y actrices que nos obligaban a imaginarnos cómo eran las cuevas donde se escondía Milton, el Audaz; o los campamentos de Renzo, el Gitano, o la belleza de su compañera Miosotis. En Los viajes del viento sucede lo contrario. Lo que hay son los más espectaculares paisajes, muchos personajes, duelo de acordeones, tambores, peleas de gallos, pero casi no hay diálogos y se ofrecen muchos silencios. Ciro Guerra nos da algunos indicios, pero son muy pocos y nos obliga a imaginarnos el resto de la trama y de la historia.
No es que el guión sea pobre o que la historia sea deficiente. Lo que hay son miles de guiones, cada uno creado por cada espectador. Cualquiera de nosotros puede ser Ignacio Carrillo, el juglar quien, después de la muerte de su esposa, decide recoger sus pasos para devolverle su acordeón al diablo. O Fermín, su joven acompañante. O los dos al tiempo. Ignacio y Fermín pueden ser el Quijote y Sancho, o su camino puede ser un viaje de retorno a la naturaleza primigenia, penetrada de intimidad y serenidad, a los mundos de Alfonso Reyes o de Faustino Sarmiento.
Se dice que a Italia no la hicieron ni los emperadores, ni los papas, ni los recuerdos de un pasado glorioso, ni siquiera Garibaldi. A Italia se la inventó Verdi cuando compuso el Va, pensiero y logró que las gentes de todas partes, desde Sicilia y Calabria hasta el Trentino y la Lombardia cantaran juntos Oh mia patria si bella e pertuta. Hay también quienes argumentan que un factor que contribuyó a que los Estados Unidos se consolidaran como nación fue la representación de su naturaleza que hicieron los pintores paisajistas, como Edwin Church, Asher Durand, Martin Heade, entre otros, cuando en la segunda mitad del siglo XIX pintaron el Hudson y la Nueva Inglaterra, y posteriormente la naturaleza indómita del oeste. Quien quita que, un día de estos, una obra como la de Ciro Guerra, o una masa crítica de obras maestras del cine, de la literatura y de otras artes, puedan finalmente decirnos qué es lo que nos une como nación, nuestra “comunidad imaginada”, esas ideas que deberíamos compartir todos los hombres y las mujeres, los viejos y los jóvenes, los ricos y los pobres, los creyentes y los agnósticos, el país oficial y el país civil. No sé cómo será, pero estoy seguro de que un denominador común será esta hermosa tierra en donde abrimos por primera vez nuestros ojos, donde gateamos, donde crecimos y amamos. La tierra que ilustra Los viajes del viento. Y, así, algún día esa obra o esas obras maestras nos recordarán que lo que nos unió y creó como nación fue el viento corriendo sobre esta “ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles”, corriendo por la Costa tierra adentro, pero también hacia todos los extremos de nuestro territorio; los vientos que también “corrieron por los bellos países donde el verde es de todos los colores, los vientos que cantaron por los países de Colombia”.