VARIOS DE LOS MÁS RECONOCIDOS economistas del mundo están argumentando la necesidad de que los países retornen a la política industrial con subsidios al capital o al empleo, o con tarifas arancelarias, o con créditos subsidiados o por medio de asociaciones público-privadas.
Para sustentar sus argumentos, Dani Rodrik, de la Escuela de Gobierno de Harvard, ha dicho que, en países muy exitosos, como China, las grandes empresas estatales han servido como incubadoras de habilidades técnicas y talento empresarial; que sus necesidades de insumos y componentes han inducido la emergencia de empresas de partes y suministros, y que, gracias a los subsidios, las exportaciones chinas han llegado a todas partes del mundo. Más cerca de nosotros, Rodrik menciona a Chile, donde dice que la industria forestal arrancó con fuertes subsidios estatales del gobierno del General Pinochet; que la industria del salmón fue posible con la ayuda y promoción de un ente cuasi estatal, la Fundación Chile, y que la moderna industria del vino sólo alcanzó clase mundial con investigación subsidiada por el gobierno. Por su parte, el premio Nobel de economía, Joseph Stiglitz, pone como ejemplos de política industrial exitosa las industrias del etanol y de la aeronáutica de Brasil. Y se podrían citar decenas más de políticas industriales que han sido exitosas en muchos países en el pasado, lo que indicaría que economistas como Rodrik y Stiglitz tienen razón y que un país como Colombia debería de inmediato crear un ministerio o departamento administrativo para promover sectores industriales.
Infortunadamente, estos destacados economistas no tienen razón, por dos razones. En primer lugar, porque, al mencionar esos casos exitosos, están cometiendo lo que se llama un sesgo de selección. Al tiempo que esos proyectos fueron exitosos, centenas de proyectos de política industrial en esos y en muchos otros países han sido fracasos monumentales. En Colombia se podrían mencionar muchísimos, como los que impulsó el Instituto de Fomento Industrial, o varias políticas de diversificación de la Federación de Cafeteros —como la de los cítricos o la del gusano de seda—, o los créditos de las desaparecidas corporaciones financieras de Caldas o de Occidente, o la protección arancelaria que recibieron muchos sectores durante décadas. Esto quiere decir que no sabemos por qué razones unos pocos proyectos resultan exitosos y la mayoría fracasan. Segundo, y relacionado con lo anterior, en tanto grandes economistas, como Stiglitz, nos han enseñado por qué muchas veces fallan los mercados, aún no tenemos una buena teoría sobre las fallas de los gobiernos, los mismos que crean e implementan las políticas industriales. La calidad, transparencia y probidad de los gobiernos, de los congresos, de los sistemas de justicia y de los organismos de control varía muchísimo de país a país y también a lo largo del tiempo. Por eso, antes de introducir una política industrial activa, deberíamos hacer dos cosas. Con la ayuda de eminencias como Rodrik, Stiglitz y los científicos políticos, deberíamos impulsar una buena teoría sobre las fallas de los gobiernos. Y, hasta cuando la tengamos, lo mejor que puede hacer el gobierno es producir buenos bienes públicos, como seguridad, infraestructura, educación de excelencia, regulación eficiente y predecible. Antes de contar con todo esto, sería un despropósito gigantesco volver a crear un monstruo como el IFI.