Pocas veces en el curso de nuestras vidas hemos visto tanta confusión en el mundo, en la región y en los países. En Europa ha retornado la guerra; en muchas partes tienden a prevalecer la posverdad, el populismo, la polarización; en varios países las personas dicen no creer en la democracia, en las instituciones, en los dirigentes políticos; se ha disparado la protesta social. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por qué ahora y no hace 10 o 30 años?
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Muchos culpan a la globalización, al llamado neoliberalismo, a las élites, a los inmigrantes, a los graduados de las universidades privadas, a los tecnócratas, y así indefinidamente. La confusión es muy grande y para quienes creemos en explicaciones racionales no nos es fácil comprender lo que sucede. Quizá don José Ortega y Gasset tenía razón cuando dijo: “No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa”.
Cuando reconocemos que no sabemos lo que nos pasa, de pronto lo más aconsejable es volver a los valores y principios sobre los que se crearon y desarrollaron las sociedades de Occidente, los valores de la modernidad, que los colombianos compartimos desde el comienzo de nuestra nacionalidad. Esos valores son los derechos humanos fundamentales. Es una concepción según la cual los intereses y las necesidades de los individuos particulares toman la forma de derechos en virtud de la aceptación de una ley considerada natural, que precede el establecimiento de la sociedad y del Estado. Esta es la doctrina de los derechos naturales, que justificó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa. De esta concepción brota la noción de contrato social, la idea según la cual el ejercicio del poder es legítimo solo si se basa en el consentimiento de aquellos que deciden someterse a un poder superior, el Estado. Esta noción de la legitimidad del poder se basa, entonces, en la idea según la cual esos derechos fundamentales no dependen sino de que anteceden al Estado y, por lo tanto, la función central de ese Estado es permitir la realización completa de esos derechos. El Estado, producto de un contrato entre los individuos, es legítimo no solo porque es producto de un acuerdo sino también porque es limitado, porque no puede hacer lo que le plazca. Esta es la concepción liberal del poder que fundamenta la democracia representativa liberal, que es la única posible en las sociedades modernas, en la que el poder está limitado en el tiempo y en el espacio, que respeta y protege a las minorías con Constituciones contramayoritarias que evitan, precisamente, la tiranía de quienes gobiernan a nombre de las mayorías. Esta visión de la sociedad y del Estado, en la que los individuos tienen la prioridad central, es opuesta a la concepción organicista, que antepone el poder a las personas y que fue el sustento de los Estados despóticos y absolutistas del pasado, una concepción que también fundamentó el fascismo y el comunismo, que continúa en Cuba y Corea del Norte, que vemos renacer en las autocracias de Rusia, Venezuela y Nicaragua. Solo retomando esos valores fundamentales del ser humano, de la sociedad abierta y de la democracia liberal podemos comenzar a comprender qué es lo que nos pasa y responder así a la sabia formulación de Ortega y Gasset.