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Desde que se mudó por primera vez un inquilino de izquierda al Palacio de Nariño, una de las acusaciones más frecuentes que ha recibido por parte de sus detractores es la de estar ‘ideologizado’. Se le acusa, mejor dicho, de estar poseído por ese espeluznante fantasma que recorre las democracias modernas: el fantasma de la ideología. Por supuesto, el propio mandatario, quien siempre está al tanto de los reproches de moda, tampoco se ha quedado corto a la hora de lanzar señalamientos semejantes. Tan solo esta semana, Petro acusó a Trump de ideologizado tras haber descertificado a Colombia en la lucha contra el narcotráfico ⎯una decisión tan cantada que probablemente ni se tomó en cuenta en las casas de apuestas. Quién lo iba a pensar pero, muy a pesar de lo irreconciliables que parecen las distintas facciones políticas en el país, todas parecen estar de acuerdo en al menos en una cosa: en incluir a la ideología dentro de la lista de pecados políticos. Pero me temo que, como de costumbre, hemos satanizado al pecado equivocado.
La palabra ideología, en realidad, no es tan antigua como podría pensarse; data de la Revolución Francesa, cuando fue introducida a nuestra jerga política por el filósofo liberal Antoine Destutt de Tracy. Vaya uno a saber cómo se las arreglaban antes del siglo XVIII para impugnarse mutuamente entre facciones políticas sin poder acudir a la palabra ideología. Sin embargo, vale la pena señalar que cuando Destutt de Tracy acuñó la palabra, lo hizo tan solo para defender la necesidad de una ciencia consagrada al estudio de la lógica de las ideas. Tanto así que el grupo de pensadores junto con el cual Destutt de Tracy se dedicaba a la promoción de sus ideas se denominaba a sí mismo como los ideólogos. Estos, sin embargo, cayeron en desgracia cuando el mismísimo Napoleón Bonaparte responsabilizó públicamente a “los ideólogos” de sus propias derrotas militares. De modo que quizás la primera persona en usar la palabra ideología para descalificar a un adversario político haya sido nada más y nada menos que Napoleón Bonaparte.
Pero fue en la obra de Hegel, y luego en la de su gran pupilo Marx, que la palabra ideología adquirió la connotación peyorativa que carga en nuestros tiempos. Para Hegel, los seres humanos somos presas de la ideología porque vemos solo la apariencia de las cosas, más no su verdadera esencia. Mientras tanto, para Marx, la ideología es, más bien, una herramienta de la que se vale la burguesía para impedir que la clase obrera tome conciencia de su propia explotación y evitar así una revuelta proletaria. Mejor dicho, tanto para Hegel como para Marx, la palabra ideología es sinónimo de lo que ambos llaman una falsa conciencia.
De ahí que, en nuestros tiempos, la ideología se haya convertido en antónimo de conceptos como verdad, técnica, hechos, ciencia y demás. Pero esto también quiere decir que quien señala a otro de ideologizado, parte de la suposición de que sus propias ideas son tan incuestionablemente certeras que están desprovistas de ideología. Palabras más, palabras menos, acusar a alguien de ideologización es también una forma de considerar ilegítimas las posturas ajenas.
Pero, si en realidad tuviéramos certezas absolutas acerca de los asuntos del Estado, de nada nos serviría la democracia y bien podríamos justificar la instauración de una autocracia tecnocrática. Al fin y al cabo, la promesa fundacional de las democracias es la de reemplazar la artillería por las ideas en la lucha por el poder. Es decir, la democracia es, en esencia, el sistema que ampara la libertad ideológica. Por eso, si es que realmente queremos hacer valer la promesa pacificadora de la democracia, no nos queda otro camino más que reconocer la legitimidad de las ideologías ajenas, lo cual inevitablemente empieza por admitir las posturas propias siempre como ideológicas.
