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Con frecuencia se piensa que los rituales son actividades propias del pasado. Esto, en parte, se lo debemos a los antropólogos del siglo XIX, para quienes los rituales no eran más que reliquias de culturas que ellos mismo bautizaron como ‘primitivas’. Pero si algo demuestra el nuevo formato de mitin político que se puso de moda globalmente, como el que protagonizó Abelardo de la Espriella en el Movistar Arena el pasado domingo, es que los rituales son todo menos artefactos del pasado. Y para entender por qué conviene empezar por preguntarnos: ¿qué es un ritual?
El antropólogo norteamericano Clifford Geertz sugiere que los rituales son encuentros colectivos que expresan y refuerzan cosmovisiones específicas. Mejor dicho, durante los rituales los participantes reafirman una visión particular acerca de lo que está bien y de lo que está mal, de lo que es sagrado y de lo que es profano y demás. Otro antropólogo, Victor Turner, insiste en que los rituales son acontecimientos esencialmente teatrales. Es decir, para él, los rituales son, ante todo, la puesta en escena ⎯la dramatización⎯ de un sistema de creencias en particular.
Sobre esta base, la siguiente pregunta que surge es: ¿qué cosmovisión fue puesta en escena el domingo pasado en el Movistar Arena? Durante la campaña del 22, la cosmovisión que se impuso en los rituales que llevaron a Petro al poder fue bastante inequívoca: la historia de una pueblo que reclamaba la soberanía que le había sido negada por las elites. En el caso de De la Espriella también se trata de una confrontación, pero no de clases sino moral; es decir, de una lucha entre buenos y malos.
Del lado de los bueno está, por supuesto, la comunidad de Dios. Durante el evento, la presencia de diversos líderes y símbolos religiosos desdibujaron por completo las fronteras que separan a un mitin político, donde los ciudadanos libres deliberan, de un sermón religioso, donde los fieles obedecen. Mientras tanto, del lado de los malos está la comunidad que le arrebató el poder político a Dios. A la larga, uno de los triunfos de la Modernidad es la de haber relegado los asuntos de fe a la vida privada; es decir, haber invalidado a la fe como un criterio suficiente para tomar decisiones políticas. Y el domingo, en la práctica, se exigía a gritos destronar a la Modernidad y restablecer el mandato político de Dios.
Esta exigencia se plasmó, entre otras cosas, en una de las arengas que fue protagonista en el Movistar Arena: la vieja insistencia en la familia como núcleo de la sociedad. Pero esto no es más que la imposición forzosa de una forma de organización social en particular, invocando la tradición, la cual restringe la libertad de quienes prefieren organizarse de otra manera. De hecho, la familia jugó un rol tan protagónico el domingo que incluso sirvió como metáfora para justificar las cualificaciones del propio De la Espriella para gobernar. Una y otra vez, se insistía en su destreza como gobernante con base en sus aptitudes como padre de familia. Se trata al fin y al cabo de una apelación al concepto del patriarca para justificar la legitimidad de un aspirante a gobernarnos.
En suma, la cosmovisión que prevaleció el domingo fue una visión camandulera, moralista y confrontativa, más no deliberativa ni pluralista, de la democracia. El tono confrontativo fue reforzado por una serie de apelaciones al enfrentamiento militar. Peor aún, el animal que De la Espriella adoptó como símbolo, el tigre, goza de un lugar privilegiado en la cultura popular precisamente por su carácter violento y guerrerista. A la postre, el domingo, como en los rituales de antaño, también fuimos testigos de la transformación de un hombre en animal. Otra muestra de que nos parecemos mucho más de lo que nos gustaría a esas sociedades que con tanta prepotencia llamamos premodernas.
santiago.vargas.acebedo@gmail.com
