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Casi todas las mañanas empiezan con el cruel sonido de la alarma. Me levanto, por lo general, de mala gana. Apago el ruido de la alarma, proveniente de esa caja negra que, por nuestro complejo de inferioridad, llamamos teléfonos inteligentes. Ahora las cajas negras tienen nombres para las alarmas. Arpa, constelación, olas y resplandecer se llaman algunas; nombres que nos inventamos para hacer parecer más soportable lo insoportable. Apago la alarma y me quedo con la caja negra entre las manos. Soy su prisionero, soy su lacayo. Deslizo mi pulgar derecho sobre su pantalla y…¡bang!... una explosión de fragmentos.
Fragmentos de todo, pero fragmentos de nada. Fragmentos comerciales; fragmentos de noticias (aunque es muy temprano para ver noticias); fragmentos de instrucciones para ser ricos; fragmentos de dietas auspiciando milagros; fragmentos de teorías de la conspiración; fragmentos de un genocidio; fragmentos de publicidad política; fragmentos de cuerpos que deseamos; fragmentos de una generación naciendo y fragmentos de otra generación muriendo; fragmentos de imágenes del pasado y fragmentos de imágenes del futuro; fragmentos que nos hacen sentir envidia y fragmentos que nos hacen sentir prepotentes; fragmentos que nos despiertan rebeldía y fragmentos que nos despiertan obediencia; fragmentos de gente que llamamos ganadores y fragmentos de gente que llamamos perdedores; fragmentos de gente que llamamos celebridades jugando a ser poetas y fragmentos de gente que llamamos influencers jugando a ser mercancía. Fragmentos de todo, pero fragmentos de nada.
Por supuesto que no es solo al despertar que nos asaltan los fragmentos. También cuando estamos aburridos y cuando estamos esperando y cuando anisamos endorfinas y cuando nos subyuga el insomnio y cuando nos defraudan nuestros compañeros de tertulia. Cada vez que la vida parece no ser suficiente nos amparamos en la caja negra de los fragmentos; la caja negra que asegura ser nuestro progreso pero es nuestra decadencia; la caja negra que promete revelárnoslo todo pero no nos muestra nada más que fragmentos.
Con solo deslizar el dedo pulgar sobre la caja negra, pasamos del asco al deseo o de la tragedia a la celebración o de la esperanza al desconsuelo o de la envidia a la compasión o de la banalidad a la filosofía o de la lástima a la repulsión. Ya no hay tiempo ni espacio para sentir porque siempre se aproxima el próximo fragmento. El filósofo Byung-Chul Han escribió: “El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro”.
Desde hace ya mucho tiempo que los seres humanos crean imágenes de sí mismos. Pinturas rupestres, esculturas, pinturas al óleo, fotografías, animaciones, películas. Y es a través de estas imágenes que los seres humanos aprendemos a reconocernos a nosotros mismos. Ahora nuestras imágenes son los fragmentos que irradian desde la caja negra. Al fin y al cabo, en la era de los fragmentos, el arte no es nuestra imagen, sino el eco de nuestro vacío. Hace casi cien años, T.S. Eliot escribió: “¡Oh revolución incesante de configuradas estrellas!” Hoy tal vez diría: ¡Oh revolución incesante de fragmentos que no son estrellas sino hoyos negros!
La alegoría más famosa de todos los tiempos nos cuenta la historia de un grupo de prisioneros encarcelados desde su nacimiento al interior de una caverna. Lo único que ven, y siempre han visto, es una pared. Detrás de los prisioneros hay llamas. Entre los prisioneros y las llamas, hay un corredor por el que circulan personas cargando objetos. De estas personas y de estos objetos, los prisioneros nunca han visto nada más que sombras proyectadas sobre la pared. Sombras que los prisioneros aprenden a llamar realidad.
Hoy, vivimos como los prisioneros de la caverna. Pero no es una pared la que vemos, sino una caja negra. Y no llamamos realidad a la sombras sino a la incesante explosión de fragmentos.
santiago.vargas.acebedo@gmail.com
