Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, sugiere que la condición humana es naturalmente propensa a perseguir el reconocimiento. Pero, para Smith, las sociedades deberían sacarle provecho a la vanidad humana en lugar de pretender contenerla. Por supuesto, esta es precisamente la función social de los premios y demás condecoraciones. Mejor dicho, más que galardonar a quien más lo merece, el rol de los premios es incentivar un tipo específico de conducta. Pues bien, el mundo acaba de ser testigo de lo acertado que estaba Smith al respecto.
A días de que se conociera el nombre de la persona galardonada con el Nobel de Paz, Donald Trump -entrenado para ocultar todo menos su vanidad- hizo realidad lo que nadie había logrado en dos años: un acuerdo entre Hamás y Netanyahu que resultó en la liberación de los rehenes israelís y la tan urgente entrada de ayuda humanitaria a la Franja de Gaza. Aunque el premio terminó en manos de María Corina Machado, para nadie es un secreto que Trump tenía el Nobel en la mira. Parece que, por fin, el mundo dio con la fórmula para controlar a Trump: apelar a su vanidad.
Sea como fuere, Trump, como buen hombre de espectáculo, se dio el lujo de celebrar el acuerdo con una vuelta a la victoria que arrancó por la Knesset y terminó en Egipto. Pero, a pesar de los festines, me temo que no son alentadoras las posibilidades de que el acuerdo prospere. Para empezar, los puntos 6 y 13, en la práctica, se traducen en el compromiso de Hamás a desarmarse y entregar el poder en Gaza a la Autoridad Palestina. Pero, según Vox, Hamás, por ahora, no tiene intenciones ni de renunciar a sus armas ni de ceder el mando en el enclave. Basta con echarle un vistazo a una de las consignas fundacionales del grupo insurgente: la promesa de que solo depositarán las armas ante el ejército de un Estado palestino. Pero, por el momento, la creación de un Estado palestino ni siquiera hace parte del acuerdo. Por eso, la negativa de Hamás a desarmarse muy probablemente se convertirá en la primera excusa que usará el gobierno de Netanyahu para, como de costumbre, faltar a su palabra.
Al fin y al cabo, Netanyahu nunca ha estado interesado en firmar un acuerdo de paz. Bien es sabido que, a principios de los 90, el actual primer ministro irrumpió en la escena política israelí precisamente haciendo campaña contra los Acuerdos de Oslo que garantizaban la creación de un Estado palestino. Y fueron precisamente sus arengas belicosas las que lo catapultaron al poder en el 96 cuando derrotó al Partido Laborista.
Con el tiempo, según Thomas Friedman del New York Times, se forjó un cierto romance codependiente entre Netanyahu y Hamás. A la larga, se necesitan el uno al otro para prolongar sus respectivos mandatos. Entre más visible sea la cara de Hamás en la lucha de resistencia palestina, más fuerza cobra, en Israel, la idea que predica Netanyahu, según la cual no hay otro camino para garantizar la seguridad del Estado judío más que ocupar por completo el territorio entre el río Jordán y el Mediterráneo. Y mientras siga al mando del Estado israelí esta pandilla de nacionalistas genocidas, más se fortalecerá el relato de Hamás, según el cual no hay más alternativa para instaurar un Estado palestino que la lucha armada y la erradicación de Israel.
Mejor dicho, la paz en la región está en manos de dos bandos a quienes poco les interesa. Por eso, hoy por hoy, no hay camino más seguro para alcanzar la paz que la presión de Donald Trump. Y esta, en gran medida, depende del coqueteo del Comité Noruego del Nobel el año entrante. Quién lo iba a pensar, pero la esperanza yace en donde menos lo esperábamos: en la vanidad de Donald Trump.
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