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En 1714 se publicó un libro que daría un vuelco de 180 grados al curso de la historia: La fábula de las abejas, del filósofo satírico Bernard Mandeville. En últimas, el objetivo del libro es dar cuenta de la existencia de una paradoja: los vicios como la codicia, la vanidad y la competencia traen beneficios como el crecimiento económico. Mejor dicho, la paradoja consiste en que los vicios privados generan beneficios públicos.
Años más tarde, Mandeville sería una influencia fundamental en Adam Smith cuando escribió su magnum opus: La riqueza de las naciones. Aunque atribuirle la existencia de un orden económico a un solo pensador siempre resulta exagerado, Smith sí es frecuentemente citado como el padre filosófico del capitalismo (en ese orden de ideas, el abuelo sería Mandeville y el bisabuelo, Aristóteles). Todo esto para decir que la paradoja que identifica Mandeville es, en muchos sentidos, la materia prima de la que están hechos los cimientos que hoy sostienen al capitalismo. Es decir, la celebración de los vicios privados como la codicia y la competencia por el presunto beneficio público que traen es algo así como la misión y la visión (como dicen ahora los empresarios a falta de mayor ingenio) de esa gran empresa que llamamos capitalismo. Palabras más, palabras menos, el capitalismo es una máquina cuya gasolina no es otra más que los vicios de la codicia y la competencia.
Y si bien es cierto que el culto a estos vicios ha engendrado un orden social que ha traído un crecimiento económico sin precedentes, la decadencia que ha provocado este paradigma es cada vez más irrefutable. En la medida en la que siga rigiendo esta forma de existir en el mundo, por mucho crecimiento económico que pueda garantizar, no nos espera otro futuro posible más allá de la catástrofe ambiental.
En caso de ser así, nuestro vicio se convertiría en el detonante de nuestra destrucción. Además, a diferencia de lo que ocurría en tiempos de Mandeville y Smith, no podríamos estar más alertados acerca del futuro que nos espera si seguimos por este camino. Por eso, la catástrofe ambiental que está a la vuelta de la esquina no es un infortunio ni mucho menos un accidente; al contrario, caminamos directo y voluntariamente hacia nuestro colapso. Es un suicidio.
Peor aún es que ya tenemos más que identificada el arma con la que atentaremos contra nuestra vida: los combustibles fósiles. Según la ONU, los combustibles fósiles son responsables de alrededor del 70 % de las emisiones de gases de efecto invernadero y el 90 % de todas las emisiones de dióxido de carbono. Con todo y eso, los 195 países que asistieron la semana pasada a la COP 30 en Belém fueron incapaces de hacer cualquier mención explícita a los combustibles fósiles en el acuerdo final. Peor aún es que Estados Unidos, responsable de casi un cuarto de las emisiones de gases de efecto invernadero, ni siquiera asistió al evento. Como dice el propio Trump: “Drill, baby, drill!”. Por cierto, vale la pena dejar la constancia de que Colombia estuvo entre los pocos países que se apartaron de la decisión. Aun así, la conclusión resulta ineludible: a pesar de que somos perfectamente conscientes de la catástrofe que se avecina y de qué tenemos que hacer para evitarla, hemos decidido cruzarnos de brazos. Es un suicidio colectivo. A sabiendas, podríamos incluso dejar una nota de despedida que podría decir algo así:
Querido mundo:
Me voy porque le di rienda suelta a mi codicia, hasta el punto en el que la convertí en mi dios. Me voy porque mi vicio me destruye. Me voy porque me volví adicto al olor a gasolina. Me voy porque prefiero destruirme antes que desenmascarar a mis dioses. Me voy porque quizá realmente nunca quise estar aquí. Drill, baby, drill!
Cordial saludo,
Humanidad
