Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Max Weber nos enseñó que poder y autoridad no son la misma cosa. El poder, para Weber, es la capacidad que tiene un sujeto de hacer cumplir su voluntad, incluso en contra de la resistencia de los demás. El amo tiene poder sobre el esclavo precisamente porque puede imponer su voluntad por mucho que el otro se resista. Pero esto, a la vez, quiere decir que el poder ni siquiera tiene que ser legítimo para existir ⎯siempre se puede ejercer a través de la fuerza, la coerción, la corrupción y demás. Pues bien, esto es justamente lo que diferencia al poder de la autoridad. Es decir, la primera condición para que exista autoridad es que quien la ejerza cuente con el consentimiento de quienes obedecen; es decir, con legitimidad. Mejor dicho, autoridad = poder + legitimidad.
Más aún, esta fórmula tiene una tendencia a expresarse de una manera muy particular en los sistemas democráticos. A la larga, la promesa fundacional de las democracias es la de remplazar a la violencia por la retórica; es decir, a las balas por el arte de convencer. Por eso, las democracias son fundamentalmente una guerra de narrativas; un campo de batalla retórico en el que los diversos sectores políticos luchan a diario por convencer a la opinión pública de su propia legitimidad para convertirse en autoridad.
Sin embargo, por desgracia, en esta tarea no hay estrategia más efectiva que la de partir al mundo en dos: buenos y malos. Mejor dicho, la táctica más contundente con la que cuentan los sectores políticos para persuadirnos de su legitimidad es la de convencernos primero de la falta de legitimidad de sus adversarios. En eso, la política se parece mucho a las novelas policiales. Tanto los buenos como los malos escritores de novelas policiales saben que para crear al héroe hay que crear primero al villano. De manera que, la guerra de narrativas que constituye el pan de cada día de las democracias es intrínsicamente moralista.
Pero la fuerza de estas narrativas siempre depende de que sean corroboradas por los hechos, como lo son, por ejemplo, las sentencias judiciales. Mejor dicho, lo que realmente está en juego en las decisiones judiciales de carácter político es la robustez de las narrativas moralistas a las que acuden los políticos para convencernos de su legitimidad. Y de esto no hay ejemplo más contundente que el llamado juicio del siglo en Colombia ⎯el juicio a Álvaro Uribe.
En los últimos 20 años, la política en el país ha estado marcada por un conflicto entre dos narrativas: el uribismo y el antiuribismo. En realidad, el petrismo no es más que el rostro actual, pero pasajero, del antiuribismo. Si bien es cierto que el juicio al expresidente es estrictamente por soborno a testigos y fraude procesal, de corroborarse, las conclusiones lógicas permitirían inferir un nexo con el paramilitarismo. De manera que lo que está en juego es, nada más y nada menos, que la solidez moral de la narrativa que ha regido la política en lo que va corrido del siglo.
Al fin y al cabo, las narrativas funcionan como el pilar de todo proyecto político. Y cuando se desmoronan los pilares, se desploman también los edificios. Peor aún es que cuando colapsan las narrativas que sostienen a los proyectos políticos, se viene al suelo también su legitimidad. Y, cuando esto sucede, lo que antes lucía como una forma de autoridad queda expuesta como una mera versión del poder.
Más encima, precisamente por el carácter moralista y binario de las narrativas políticas, el desplome de una se traduce en el auge simultaneo de su contraparte. La autoridad de la una está atada al declive de la otra. Por eso se trata de un juicio que moviliza semejante de nivel de fervor ⎯hasta el punto en el que se convirtió en la excusa para que el actual presidente izara de nuevo la bandera de la constituyente.
santiago.vargas.acebedo@gmail.com
