El concepto de Occidente cada vez es más anacrónico. Esa línea imaginaria divisoria que puede situarse entre Grecia y Turquía —o entre lo que está al Occidente y al Oriente de Jerusalén, o incluso la antigua Cortina de Hierro—, y que de todas formas no es exactamente una frontera geográfica, porque Australia es occidental —pero América Latina no, o quizás sí, depende—, dicha división, decía, ya es poco más que una burda forma de referirse a los países donde la mayoría de los habitantes son blancos descendientes de europeos. Pero descendientes de europeos no-mediterráneos, porque podría ser un debate abierto si Argentina y Uruguay son o no países occidentales. En fin, el concepto está lleno de contradicciones y zonas grises.
Durante el siglo XVIII, o acaso un poco antes, surgió en los reinos europeos la idea de que sus ideas culturales, políticas y filosóficas les distinguían del resto del mundo, o de lo que estaba al oriente del Bósforo. Si Rusia hacía o no parte de Occidente era también debatible. Allí era más complejo el tema, porque no había un quiebre claro. Rusia era cristiana y blanca, pero tártara, esteparia, un tanto más tiránica que esos reinos donde las monarquías empezaban a perder el absolutismo o la cabeza.
Descendiente directo de la identidad colectiva creada en torno a su religión por los reinos cristianos durante la Edad Media, Rusia fue quedando relegada al Oriente a medida que el concepto de Occidente incluía la creciente animadversión del siglo XIX europeo hacia el poder monárquico, y el auge de las democracias y el capitalismo en el siglo XX terminó por incluir este sistema político y económico como un rasgo distintivo de occidente, a pesar que países como Alemania no cumplían del todo con las reglas.
La victoria del comunismo en Rusia, y la expansión de su esfera de influencia a los países que ocupó durante su ofensiva contra el nazismo, corrió la frontera entre Occidente y Oriente a esa Alemania ambivalente, para volverse quizás por ello mismo el epicentro en Europa de la “lucha entre civilizaciones”.
Entretanto, las ideas que definían a “Occidente” se propagaban en América Latina y el Caribe (donde de todas formas ha existido una sólida democracia representativa antes que en Europa), y eventualmente en países “orientales” como Japón, Corea del Sur, India y Taiwán.
El capitalismo globalizado tras la caída del imperialismo soviético terminó por mezclar tanto el sancocho que incluso Francis Fukuyama habló del “fin de la Historia”, para referirse a la victoria de Occidente y la propagación definitiva de sus valores supremos: el capitalismo y la democracia, si ya no tanto el cristianismo.
Pero, como el mismo Fukuyama reconoció eventualmente, la tesis resultó equivocada. El éxito del modelo autoritario chino demuestra que “Occidente” no ganó el juego de la Historia.
Esta es más o menos la narrativa comúnmente aceptada. ¿Pero es real? Soy escéptico. Lo primero que me molestaba del término “occidental” es que suelo encontrar casi tantas similitudes culturales entre ciudades globales como Nueva York, Londres, Shanghái, Buenos Aires y Cape Town, que entre dichas ciudades y las zonas más rurales de sus respectivos países. Más que la distinción entre países “occidentales” y países “orientales”, es la distinción entre cosmopolitismo y aislacionismo lo que define los conflictos políticos más apremiantes, y no una ilusoria distinción entre “Oriente” y “Occidente”.
Y así como Alemania fue el epicentro durante el siglo XX de la frontera entre “Occidente” y “Oriente”, Estados Unidos es hoy el epicentro de los desgarros entre la cultura urbana globalizada y la población que se resiste al libre flujo de personas, identidades, culturas y capital.
Si la actual crisis lleva al fin de la democracia en Estados Unidos, y el líder del “Mundo Libre”, alias “Occidente”, asume en la práctica un sistema de partido único hostil a Europa, tendré mucha curiosidad de saber si los especialistas van a doblar las campanas por la muerte de “Occidente”.
Lo que suceda con Estados Unidos mientras destruye sus instituciones democráticas y sus alianzas políticas va a determinar qué tan anclada está la idea de lo “Occidental” a sus componentes sociopolíticos, en lugar de una distinción eminentemente racial.