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Son recurrentes los debates en Twitter en torno a algo que escribió Carolina Sanín en su cuenta, que es fecunda en controversias. En esta ocasión, se debatió la conveniencia o no de que la Editorial Almadía, de México, hubiera decidido no publicar dos de sus libros después de haber comprado y pagado los derechos.
Se habló de nuevo de restricciones a la libertad de expresión, de que los discursos de odio no estaban protegidos por la libertad de expresión, de que las opiniones públicas de Sanín sobre las mujeres trans no eran discurso de odio, de que un discurso de odio no es lo mismo que afirmaciones discriminantes, en fin.
Lo que más me llamó la atención fue la convicción con la que las opiniones tuiteras de reconocidos activistas y periodistas compartían posiciones que equivocadamente decían estaban sustentadas en sólidas jurisprudencias y marcos legales. No lo estaban. Piensan que hay una clara distinción entre discurso de odio y discriminación, pero no la hay. Piensan que la libertad de expresión no cobija los discursos de odio, pero la mayor parte de las veces sí. Piensan que una editorial privada, o cualquier privado, puede censurar, pero ese uso de la palabra es generalmente informal.
No hay definiciones únicas y universales de “discurso de odio”, “censura”, “discriminación” y “libertad de expresión”. Tampoco de sus límites. Son terrenos movedizos, en construcción y que varían según el marco. El discurso de odio puede o no ser lo mismo que la discriminación en distintos marcos. Un discurso de odio puede o no verse como incitación al odio. Un discurso de odio puede o no estar protegido por la libertad de expresión.
El espacio en el que estamos teniendo este debate es nebuloso y buena parte de las posiciones están más respaldadas por convicciones personales que marcos universales.
Esa opacidad no está mal. El motivo por el que esos límites no son claros es que la tradición de legislaciones liberales de las que América Latina hace parte ha preferido no establecer demasiadas limitaciones a la libertad de expresión. Por tanto, si no se demuestra que una expresión discriminatoria o un discurso de odio incitó a la violencia, generalmente no hay sanción.
Luz Fabiola Rubiano, que lanzó afirmaciones racistas contra la vicepresidenta Francia Márquez, está en problemas con la Fiscalía no tanto por hacer comentarios racistas sobre la población afrodescendiente. Esto podría estar protegido por la libertad de expresión en la legislación colombiana (Ley 1482 de 2011), dependiendo del contexto y de las consecuencias. Pudo en cambio haber incurrido en incitación a la violencia por su afirmación de que había que darles muerte a los comunistas (no dijo que a las personas afrodescendientes) y pudo haber injuriado a la vicepresidenta con sus gritos racistas. Esa injuria, irónicamente, podría ser más una violación del artículo 220 del Código Penal, que de la Ley 1482 de 2011. Ya veremos.
En todo caso, el punto es que los discursos de odio están más protegidos por la libertad de expresión de lo que algunos activistas creen; y los discursos de odio están más cerca de la discriminación de lo que algunos periodistas afirman.
Yo estoy de acuerdo con que el Estado se ponga del lado de la libertad de expresión y que la Fiscalía no abra investigaciones contra todas las personas que dicen cosas que nos pueden parecer discriminación o discurso de odio. Me parece bien que se centre en las evidentes incitaciones a la violencia. Eso limita los desmanes del Estado contra periodistas y activistas, si llegan gobernantes que quieren usar esas leyes para callar a sus opositores.
Dicho eso, también estoy de acuerdo con los activistas en que debe haber alguna consecuencia si una figura pública asume posiciones discriminatorias.
Por eso de un tiempo para acá he visto con ojos más tolerantes a la llamada “cultura de la cancelación”. Si bien ha caído en excesos y hay críticas muy válidas a sus dinámicas Twitter-céntricas, es un medio de regular la libertad de expresión sin traer al Estado a participar del asunto. Los ciudadanos son quienes se regulan.
Cuando una editorial privada decide no publicar el libro de una autora que reiteradamente lanza trinos y comentarios discriminatorios contra la comunidad trans, a veces pareciendo que no entiende que son discriminatorios, y a veces siendo desafiante con lo ofensivas que son sus posiciones, la editorial está poniendo límites a lo que considera es apropiado decir dentro de sus políticas.
Recordemos que para una editorial publicar un libro implica también buscar espacios de difusión para su autora. Es normal que prefiera no asociarse con alguien que puede usar esas plataformas para difundir lo que la editorial considera inaceptable. Eso además no es nuevo. Las editoriales siempre han considerado las posiciones de los autores sobre temas de interés público a la hora de incluirlos en su catálogo.
No veo allí censura ni acallamiento de las ideas. Ni siquiera entiendo muy bien por qué hay una controversia. Quizás la controversia existe porque está tan normalizada la discriminación contra las personas trans que cuando la tenemos ante nuestros ojos no la vemos.
Twitter: @santiagovillach
