En medio de la noche, como los criminales, el Gobierno de Donald Trump dio su golpe más duro hasta el momento contra la legalidad y la democracia, los dos principios que hoy están en juego en Estados Unidos. A pesar de que un juez ordenó que tres vuelos con más de doscientos inmigrantes no salieran de Estados Unidos o que fueran devueltos, pues el procedimiento era ilegal, el Gobierno envió a los deportados a un campo de concentración en El Salvador.
El Gobierno Trump no ha mostrado cómo los criterios que supuestamente usó para determinar a qué latinos arrestar se relacionan con el motivo que alegan para deportarlos: que eran miembros de la banda el Tren de Aragua. No hemos visto aún ningún respaldo para la acusación. Tampoco tenemos certeza de que todos son venezolanos, que sean indocumentados, y que ninguno sea residente o ciudadano americano. El Gobierno ya ha dicho, por ejemplo, que muchos no tienen ningún pasado criminal o casos judiciales abiertos. Muchos también entraron al país recientemente.
El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en inglés) viola los derechos constitucionales de las personas apresadas —y sí, los indocumentados tienen derechos constitucionales— durante detenciones masivas que parecen diseñadas para causar caos e intimidación como un objetivo en sí mismo. Nayib Bukele, cuyas megaprisiones para pandilleros en El Salvador son el escenario de videos documentando la humillación de unas personas que, así como la ICE lo hace con supuestos miembros del Tren de Aragua en Estados Unidos, a menudo son recogidos a la loca de las calles.
El Salvador lleva ya más de cinco años bajo un estado de seguridad en el que albañiles, carpinteros, tenderos, vendedores y demás miembros de la clase trabajadora pueden terminar de un momento a otro apresados, y pasar meses o años en un calabozo por quizás tener un tatuaje, estar en el lugar equivocado cuando se dio una redada. Fue el precio a pagar por la guerra contra las pandillas, que la derecha continental ve como un ejemplo a seguir.
Los latinos en Estados Unidos van a comenzar a pagar un alto precio por esta mezcla de crueldad e incompetencia. Trump quiere copiar ese modelo en Estados Unidos para deportar latinos o meterlos en campos de prisioneros, y si se pueden hacer las dos a la vez, mejor. El procedimiento para ello es rápido y furioso, pero tan descuidado que se le pinchan las llantas. Durante un lapso se hace un enorme daño, como se le hizo a los venezolanos deportados a El Salvador, y más aún cuando muchos no cometieron ningún delito. Ser indocumentado, por demás, no es una ofensa criminal.
Para deportar latinos a cárceles extranjeras sin tener que cerciorarse que fueran miembros de una organización criminal, Trump creó una guerra con Venezuela en el papel. Basado en la misma legislación que en la Segunda Guerra Mundial se usó para meter a los japoneses en Estados Unidos en campos de concentración, Trump dice que el Gobierno de Venezuela tiene relación con el Tren de Aragua, por tanto, el Tren de Aragua hace parte de una invasión territorial desde un poder extranjero.
La rebuscada lógica ya se cayó en tribunales, pero los procedimientos e instalaciones que permiten mantener la deportación de latinos fluyendo lejos de los ojos de los jueces, o incluso en contra de sus órdenes van a proliferar, por repetición o con variaciones; pero la construcción del campo de prisioneros en Guantánamo sigue, y los latinos serán enviados a cada vez más bases militares. El día de mañana quizás en una de esas redadas cae un periodista o un activista. Las condiciones están dadas para que un arma de intimidación apuntada hacia latinos de clase trabajadora gire un poco y apunte también a quienes revelen detalles de este mecanismo.