Las protestas contra los abusos policiales han sido un fenómeno mundial este año, pero en ningún lugar alcanzó el nivel de violencia de Bogotá. Desde hace meses me he preguntado cómo va a manifestarse la crisis social que ha generado la pandemia, y la violencia del 9 al 11 de septiembre fue una de muchas respuestas que vamos a presenciar durante los próximos meses o años.
La situación pone de relieve, por un lado, la olla a presión de una población llevada al límite por el casi colapso de la economía y, por otro, las falencias de una institución que no se toma en serio los vacíos en el rigor de su entrenamiento, su crisis de legitimidad y los problemas que suscita su cercanía con el militarismo colombiano.
Trece muertos y más de 400 heridos, durante las noches en que la policía disparó armas de fuego indiscriminadamente en barrios residenciales. Si bien algunos manifestantes se volcaron a la destrucción de Centros de Atención Inmediata y a la violencia directa contra policías, en este balance la mira queda sobre la policía.
Como fuerza del Estado, su primera responsabilidad es respetar los derechos humanos, y no estuvo a la altura de esa exigencia. La manera como la policía respondió a las protestas, por no hablar ya de la tortura y homicidio de Javier Ordóñez, demuestra que el reclamo de los manifestantes es legítimo y urgente. Las grabaciones de cámaras registraron muchos casos de golpes y agresiones a manifestantes pacíficos.
Por otra parte, un número cada vez mayor de juventud desempleada y sin oportunidades, en un contexto de descomposición de la economía nacional, se está convirtiendo en una grave problemática social. Llevamos meses de cuarentena en un país con un desempleo juvenil de 30%, donde el prospecto a futuro es el peor desde hace más de 30 años y las ayudas prometidas no llegan de la forma adecuada ni a todo el que las necesita. La cantidad de saqueos a locales comerciales nos dice que hay unos reclamos sociales y económicos no articulados dentro de lo que fueron las protestas contra el abuso policial.
Esto debe atenderse como una emergencia nacional, no a punta de rappitenderos y otras modalidades del empleo informal.
Desde la policía, quedaron al descubierto graves vacíos en el proceso de formación de los integrantes de esta institución, en la debilidad de la cadena de mando y disciplina de los efectivos. Casi todos los videos demuestran que la violencia de la policía no se trató de un caso de defensa propia, o incluso control de muchedumbres, sino de sevicia.
Es evidente por su comportamiento durante los días siguientes, que los miembros de la institución albergan un resentimiento y odio casi colectivo contra los jóvenes que se manifiestan en la calle, aun pacíficamente. Resolver esto debe ser de la mayor importancia, o la violencia seguirá. En especial porque, en ocasiones, uno se pregunta si la policía provoca el caos para luego poder ser violentos contra los manifestantes.
Eliminar a la policía, como sugieren algunos eslóganes ingenuos, no sólo es imposible e inviable, sino que no va a resolver nada. También es simplista pensar que la violencia por parte de los manifestantes es simplemente atribuible a un plan de grupos al margen de la ley. Son las posiciones que toman quienes no tienen la voluntad política ni la paciencia para encontrar soluciones reales a un problema urgente: la policía necesita un entrenamiento más riguroso y límites más claros, mientras las políticas públicas de apoyo a las poblaciones vulnerables se ponen al nivel de la crisis económica que sobrellevamos.
Twitter: @santiagovillach