No hay ningún motivo para que hoy exista la propaganda política durante las elecciones. La publicidad electoral es inmoral, porque introduce los elementos de manipulación propios del marketing en las decisiones democráticas y eleva considerablemente los costos de las campañas (que deberían estar financiadas con dineros públicos, no privados), fomentando por ello la corrupción.
De hecho, el mismo concepto de una campaña electoral es obsoleto. El enorme costo de los viajes que hacen políticos de un rincón a otro del país, repitiendo el mismo discurso y abrazando desconocidos, es innecesario. Las camisetas, los almuerzos, los equipos de sonido, las tarimas, las luces. Todo eso es despilfarrar el dinero.
Dicen que la gente necesita conectar con los políticos y los candidatos, pero es una falacia. Solo una minoría de quienes votan de hecho vieron al candidato y lo escucharon en vivo.
Hasta hace relativamente poco, la publicidad servía para salvar este vacío. Si no habías escuchado al político, al menos veías su apellido escrito en los postes de la luz o veías su rostro en las vallas, pues en épocas electorales es imposible huir de la nauseabunda proliferación de rostros sonrientes y pulgares levantados. Tenías un nombre que iba con una cara, que iba con una promesa, que iba con un número en el tarjetón.
Pero nada de eso es ya necesario.
Estamos en la era del internet. La información sobre todos los candidatos a cualquier cargo puede venir de cuatro fuentes:
1) Una plataforma pública que puede ser, por decir algo, del Consejo Nacional Electoral, en el que todos los candidatos tienen cierta cantidad de gigabytes para colgar su contenido político. Es responsabilidad del votante entrar a la plataforma y enterarse de las propuestas.
2) La información que los ciudadanos hacen circular en redes sociales.
3) La información que hacen circular los medios de comunicación.
4) Los debates entre candidatos, que se pueden ver de forma gratuita en las plataformas de internet, y cuyos fragmentos se replican de forma casi instantánea por redes sociales y medios de comunicación (un tropezón lingüístico de Íngrid Betancourt se hace viral en cuestión de segundos).
Las únicas excepciones válidas son los muchos lugares de Colombia donde no entra señal de internet. Para ello se deben disponer recursos públicos, y encontrar la manera para que los electores más apartados puedan interactuar con los candidatos de forma directa, preferiblemente organizando debates y mesas redondas con todos ellos a la vez. Estos eventos, además, se trasmitirían, alimentando las cuatro fuentes que enumeré anteriormente.
El proceso electoral es un reflejo de la vida política. Un proceso electoral sobrio, por más de un motivo, da luz a una vida política sobria. Los altos costos de las campañas son uno de los caldos de cultivo de la corrupción. La cultura es: dame plata para la campaña hoy y mañana te adjudico una obra, o te repongo con un favor, o te contrato a tus fichas. Toda candidatura política hoy en día es una empresa. Se necesitan muchos inversionistas (mal llamados “donantes”), ¿y por qué habría alguien de invertir dinero en algo que no le va a producir ganancias?
Los más grandes contribuyentes a campañas políticas en todo el espectro que va de la izquierda a la derecha, porque casi nadie se salva, son los bancos, las constructoras, las aseguradoras, la gran industria y los contratistas del Estado, por no hablar de los narcos. En suma, el sistema que los políticos dicen que quieren cambiar. Si bien a los electores se les puede engañar con promesas vacías, a los que ponen la plata para las campañas hay que cumplirles las promesas. ¿Quién gana?
Twitter: @santiagovillach