Los asesinatos que impiden gobernar a Colombia

Santiago Villa
11 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

La actual ola de asesinatos a líderes sociales, si bien se ha intensificado desde el 2016 con la firma de los acuerdos de paz (esa aporía tan colombiana), comenzó aproximadamente en el 2005, cuando las comunidades que estuvieron bajo el dominio paramilitar asumieron que imperaban las condiciones de seguridad necesarias para reclamar sus derechos sin que los mataran, como sucedió durante los años de influencia de las Auc.

La aritmética de esta matanza es contenciosa. Cada organización tiene una base de datos que arroja cifras distintas, y si bien esa diferencia de decenas distingue la justicia de la impunidad, no altera el fenómeno de violencia sistemática al que nos enfrentamos: grupos de interés están imponiendo su autoridad asesinando a líderes locales.

Lo que estamos presenciando es la disolución de la gobernabilidad en las regiones. Incluso allí donde las comunidades habían logrado cierto grado de estabilidad a pesar de vivir en el fuego cruzado entre grupos, como los nasa en el Cauca entre el 2006 y el 2016. Luego volveré a este ejemplo.

Según la base de datos del Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, antes de que se desmovilizaran las Farc –es decir, entre el 2005 y el 2016– fueron asesinados 352 campesinos que habían presentado solicitudes de restitución de tierras y líderes rurales.

Esta primera etapa estuvo protagonizada por la intención de frenar la aplicación de la Ley de Restitución de Tierras. Es obvio que los grupos de interés que se beneficiaban de estos asesinatos están vinculados a los propietarios de las tierras susceptibles de restitución. Eran terrenos que pertenecían a organizaciones armadas o a propietarios que contrataban los servicios de estas organizaciones para que no se cumplieran los fallos o avanzaran los procesos.

El Estado habría podido actuar con mayor decisión en esta etapa si no asumiera que reconocer el fenómeno debilitaba su imagen, pero también hay motivos para pensar que se ha dado complicidad o permisividad desde ciertos niveles del Estado. 

¿Por qué tantos asesinatos se han presentado como ajustes de cuentas o líos de faldas? ¿Quiénes crearon estas versiones? Si el ministro repitió esta información fue porque la recibió. Alguien la falseó, quizás para proteger a los verdaderos culpables de los homicidios.

Esta debilidad, flaqueza e incluso permisividad frente al sicariato en las zonas rurales sentó la base para el horror que presenciamos hoy.

270 líderes han sido asesinados desde que se firmó el acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, en parte porque hay grupos ilegales que quieren controlar ciertos territorios que eran de influencia fariana. Esto sin duda es un componente de la explicación y daría cuenta del aumento exponencial de los asesinatos.

Los asesinatos para frenar la aplicación de la política de restitución de tierras no se han detenido. Me parece claro que el control de territorio por parte de grupos ilegales es el componente que más homicidios genera, pero no es el único, ni es el origen último del fenómeno. ¿Por qué asesinar a los líderes que no hacen parte de estructuras estatales? ¿Por qué asesinan a líderes sociales y no a alcaldes, concejales, fiscales, jueces, policías? ¿Porque están mejor vigilados o porque no entran en conflicto con los grupos de interés que utilizan la violencia? ¿Estamos ante una primera etapa más rural a la que le seguirá el sicariato en los pueblos y ciudades? Falta una comprensión más compleja del fenómeno. Falta hacer mejores preguntas. Nos hemos contentado con la versión de que son disidentes y narcotraficantes peleando por territorio.

A este panorama, además, se suman los recientes asesinatos a miembros de movimientos políticos, que si bien por lo pronto son una minoría, no sabemos si serán objeto de mayor violencia en el futuro. No se pueden menospreciar estos hechos simplemente porque Gustavo Petro pudiese sacar provecho político de ello. Hay que observar la situación en la complejidad que merece.

El gráfico elaborado por VerdadAbierta es útil para comprender ciertos componentes de esta dinámica. El portal reconoce que este fenómeno no viene del 2016, sino de antes. La mayoría de los líderes asesinados han sido indígenas (muchos de ellos nasa del Cauca). El 2017 fue un año particularmente difícil para los nasa.

En su zona de influencia, más que los alcaldes, son los gobernadores de los cabildos quienes ejercen el poder. Las armas han estado dirigidas hacia estas estructuras que no son funcionarios del Estado, pero que actúan como ejes de orden. Estos ejes son los que pretenden dinamitar los grupos de influencia que usan el sicariato.

La violencia no es la forma como se ejerce el poder, sino la comprobación de que no hay poder. El que usa la violencia no tiene el poder, pero puede a través de ella dinamitar las legítimas estructuras de poder locales e imponer su autoridad. 

Es el fenómeno que estamos presenciando. La autoridad que detentaban organizaciones como las Farc y los paramilitares se convirtió en poder ejercido por las autoridades locales, que crean consenso mediante el diálogo y no requieren del uso de violencia. Son por ello muy vulnerables a la violencia y a los grupos de interés (narcotraficantes, mineros ilegales, terratenientes, extorsionistas) que la ejercen para imponer su autoridad.

Mucho se habla de que el Estado tiene que hacer presencia, pero el Estado no es solamente el Gobierno o los funcionarios. El Estado, de muchas formas, es también la junta de acción comunal y las organizaciones que apoyan la aplicación de la ley, pues sin ellas es imposible que haya gobernabilidad. En mi experiencia recorriendo las regiones rurales, las que tenían menos coca y menos criminalidad eran aquellas en las que las estructuras de gobierno local eran más fuertes.

Colombia está en una fase de transición violenta y el Estado se halla rezagado para enfrentar sus causas. Más aún cuando ni siquiera termina de reconocerlas.

Twitter: @santiagovillach

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