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Antes de que Donald Trump reculara de enfrentarse con China en una guerra comercial en la que llevaba todas las de perder, sus lugartenientes económicos decían tonterías en televisión.
El secretario de Comercio, Howard Lutnick, causó sensación en redes sociales con su promesa que: “Ese ejército de millones de personas [en China] atornillando tornillitos en iPhones va a venir a Estados Unidos en la forma de procesos mecanizados, y los grandes americanos, la capacidad técnica de Estados Unidos, va a reparar las máquinas”.
Cuando Lutnick habla de un ejército de chinos con atornilladores se refiere, en parte, a esos trabajadores que durante la década de 2010 encabezaban de cuando en cuando los titulares de la prensa extranjera, porque saltaban de las ventanas de las fábricas de Foxconn, proveedora de Apple, desesperados por las abominables condiciones laborales. Una solución implementada por Foxconn para impedir que sus empleados se suicidaran fue poner barrotes en las ventanas y una malla contra los muros exteriores. Todo para que los trabajadores de un país gobernado por el Partido Comunista no se estrellaran contra el suelo.
La imagen de ese ejército sincronizado de trabajadores, de la que quizás fueron metáfora los asombrosos 2.008 percusionistas que tocaron sincronizados durante la inauguración de las Olimpiadas de Beijing, deslumbra a occidente. De lo que muchos no parecen ser conscientes es que esa mano de obra barata en China son también inmigrantes indocumentados.
Lutnick, que hace parte de un gobierno que envía a los inmigrantes latinos indocumentados, la mano de obra barata de Estados Unidos, a campos de concentración, parece querer que en esas nuevas fábricas trabajen estadounidenses, no inmigrantes. China, sin embargo, también ha explotado lagunas en su sistema para facilitar la explotación de su mano de obra.
Las barriadas de las grandes ciudades chinas no son como las latinoamericanas. El nivel de vida es mejor y no hay la misma criminalidad, pero las condiciones socioeconómicas de sus habitantes también están sobre la cuerda floja. Feijiacun, en Beijing, era una extensa barriada habitada por personas que habían migrado de las zonas rurales o pueblos pequeños para buscarse la vida en la gran ciudad. Cuando yo vivía en China, hace seis años, la visité porque fue el epicentro de protestas callejeras. La gente había organizado marchas multitudinarias porque las autoridades les estaban desplazando a lugares aún más alejados del centro urbano. Los derechos de construcción sobre el barrio habían sido vendidos por el gobierno local a grandes empresas para erigir allí edificios de apartamentos y oficinas.
Los habitantes de Feijiacun no tenía de qué agarrarse para impedir su desalojo. Muchos estaban allí de ilegales. El sistema hukou (“origen de hogar”) de China limita la movilidad de los habitantes y determina en qué lugar pueden vivir. Si quieres mudarte a otra ciudad, debes solicitar un permiso y el gobierno debe darte autorización, como si aplicaras para una visa.
En los centros manufactureros costeros las megafábricas han aprovechado las ambiciones de los jóvenes rurales y los contratan a muy bajo costo. Estos jóvenes por lo general recibían más dinero del que ganarían en sus pueblos y aldeas, pero no tenían acceso al sistema de seguridad social y si tenían hijos no podían estudiar en ese lugar. La policía, además, en cualquier momento podía llegar y desplazarlos, como sucedió en Feijiacun.
Cuando los políticos y sus funcionarios describen el sistema de producción que quieren tener, a menudo maquillan la explotación sobre la que descansa la abundancia. Sea en un país gobernado por el Partido Comunista o por la secta política más cercana al fascismo que ha pisado la Casa Blanca, el trabajador inmigrante es la piedra angular del sistema; es decir, la piedra más oprimida.
Threads: @santiagovillach
