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Cuatro cosas se conjugaron esta semana por coincidencia: una conversación dominical, dos podcasts y una turba tuitera.
La conversación giraba en torno a las dificultades que Twitter, por su algoritmo, tiene instaladas para establecer conversaciones elaboradas y desapasionadas. El primer podcast hablaba sobre la lógica que seguían quienes prefieren no aplicarse aún la vacuna contra la Covid-19. El segundo podcast hablaba sobre el efecto de la turba en redes sociales. La turba tuitera se enfiló contra la periodista Diana López Zuleta.
Cocino con estos estos cuatro ingredientes la siguiente reflexión, que en mi cabeza tiene una coherencia fractal. No sé si logre expresarla claramente en la linealidad de la gramática, pero lo intento:
Durante la conversación dominical, dije que cada vez me costaba más escribir esta columna y participar en Twitter. Quizás porque no escribo lo que opino. Creo que la responsabilidad de un columnista no es publicar sus opiniones, sino analizar el discurso público, y a partir de un destilado de lo que piensa, elaborar una contribución a ese discurso público que pueda ser relevante.
Twitter no me gusta porque dificulta este trabajo. Para que funcionen estas elaboraciones mías que no tienen espontaneidad, ni pretenden tenerla, hace falta tiempo. El comentario instantáneo de Twitter y su velocidad coartan el tiempo que exige la reflexión. En su libro La viralidad, Jorge Carrión opone el conflicto entre lo clásico y lo viral, que yo percibo un poco como el conflicto entre el sentido y el ruido (aunque hay quienes se regodean en los efímeros sentidos de lo viral).
Lo viral, este virus, la Covid-19, nos exige rapidez. El último año y medio de pandemia ha sido el de las decisiones inmediatas, que no dan tiempo de espera. Aplicar cuarentenas o no aplicarlas, arriesgar una ola de contagios para lograr unas reivindicaciones políticas, o aplazar un urgente y necesario grito de protesta. Ponerse o no una vacuna desarrollada en tiempo récord. Confiar o no en ella.
El episodio del podcast hablaba sobre la lógica que siguen quienes tienen aprehensión a la vacuna para la Covid-19, o dudan de su efectividad (lamentablemente le he perdido la pista en el ruido viral de los episodios que escucho y no lo puedo referenciar aquí, aunque creo que fue uno de los más recientes de New Scientist Weekly o Nature Podcast).
El desafío es construir confianza, no tratar a la gente como si fuera estúpida, malvada o irresponsable por expresar sus dudas o no vacunarse. El trozo más valioso de información, lo que me quedó, es que dentro de muchas comunidades, como algunas minorías étnicas en Estados Unidos o Reino Unido, esta resistencia es una manifestación de sus suspicacias hacia ciertas instituciones: en este caso, el gobierno.
Visto desde este enfoque, es decir, que dudar de las instituciones estatales, de los grupos de poder y de las autoridades, o tener motivos para hacerlo, puede afectar la perspectiva que se tenga de la vacuna contra la Covid-19, explica algunas de las resistencias contra las vacunas. La ciencia se interpreta como propaganda gubernamental.
Este virus, como ningún otro desde el VIH, ha caído en una compleja red de conflictos políticos y sociales, prevenciones personales, posiciones morales y miedos. Hay científicos y periodistas extremadamente valiosos tratando de darle sentido y cauce a este virus, a su velocidad y sus incertidumbres. Crear sentido del ruido.
También, sin embargo, el discurso sobre la Covid-19 está mediado por tabúes. Uno de ellos, por ejemplo, es el relato sobre sus orígenes. Hasta hace poco era tabú cuestionar el relato del origen zoonótico del virus, y decir que resultó de un accidente en el Instituto de Virología de Wuhan. Otro es expresar dudas con respecto a la eficacia y los efectos de la vacuna que protege contra la Covid-19. Estos tabúes bienintencionados son reforzados por científicos, periodistas y las turbas de las redes sociales.
El segundo podcast, que correspondía al capítulo sobre “Cultura de la Cancelación” de la serie You’re Wrong About, hablaba sobre los fenómenos de turba en Twitter, y cómo solían manifestarse más frecuentemente contra mujeres que contra hombres.
Los tres hilos anteriores se tejen en el hilo de Diana López Zuleta, publicado en Twitter el 4 de junio, en el que compartía su experiencia al contagiarse de Covid-19 por segunda vez. Aclaro que hay simpatías personales en este análisis: admiro y sigo el trabajo de Diana. Procuraré, sin embargo, que esta contribución al discurso público sea desapasionada.
Como le dije a ella en un mensaje directo, creo que por los tiempos que describe en su relato, su contagio se dio antes de que desarrollara los anticuerpos a la vacuna. Quizás en uno de los aeropuertos. No veo que su relato sea un ejemplo de una vacuna que no fue efectiva, sino de un contagio que se produjo antes de los 28 días que se necesitan para desarrollar los anticuerpos.
Ahora, no le he dicho que pensé en el podcast de quienes dudan sobre la vacuna cuando leí su hilo. No porque ella dude de la conveniencia de ponerse la vacuna, pues no lo hace. Lo repito: Diana no está criticando la conveniencia de ponerse la vacuna. Ella dice que se volvería a vacunar. Ella recomienda que la gente se vacune. Pensé en el podcast porque Diana dice que “los científicos nos vendieron protección e inmunidad” y que “quizás esta no sea la gran cura del Covid”. Estas son dudas que no están dirigidas a la vacuna, sino a un sistema y a unas autoridades que no le generan confianza. Pero lo esencial no es solo esto. En su hilo Diana quería decir que, a partir de su experiencia personal, teme que la vacunación masiva podría no llevar al fin de la pandemia. Esto una duda más que razonable, pero rompió el tabú de cuestionar los efectos que podría tener la política de vacunación masiva.
La respuesta de la turba no dio espera. Fue veloz. Fue viral. Se le tachó de irresponsable, se le acusó de cosas falsas, como irse de rumba o decir que no hay que ponerse la vacuna, y lo que es más grave, los ataques se desbordaron a otras redes sociales como Facebook o Instagram. En medio de una recuperación difícil, Diana debió soportar una ola de ataques que para cualquier persona es extremadamente duro de recibir. Recordé ese podcast en el que se decía que es más probable que una mujer sea el objeto de estas turbas que un hombre. Había muchas formas de expresar desacuerdos con lo que dijo, y pocas, casi ninguna, fue compasiva y respetuosa.
Twitter tiene un coctel tóxico: la limitación de caracteres, los incentivos emocionales de los “Likes” y “Retweets”, y una sobrepoblación de periodistas. No desarrollaré este comentario, pero tampoco es cosecha mía. Viene del capítulo del podcast sobre la “Cultura de la Cancelación” que cité más arriba. Quizás lo haga la próxima semana. Ya está demasiado larga esta reflexión fractal, que no fue veloz ni será viral.
Twitter: @santiagovillach
