El otro exterminio que ya empezó

Saúl Franco
25 de enero de 2017 - 04:31 a. m.

No debemos cerrar los ojos ante la contundencia de los hechos. La proliferación de amenazas y el aumento de asesinatos de líderes sociales y populares no son un hecho insignificante. Es la nueva versión de una película de terror que ya vivimos y que no merecemos volver a padecer.

En 1984, poco después de los acuerdos entre el gobierno del presidente Betancur y las Farc, se desencadenó un genocidio político que costó más de 3.000 vidas, en especial de militantes de la Unión Patriótica. Pero fueron asesinados también u obligados al exilio o al desplazamiento interno, miles de defensores de derechos humanos, periodistas, intelectuales y líderes sociales. 

El genocidio empezó en la región del Magdalena Medio y se extendió a zonas urbanas y rurales en donde tenían presencia la Unión Patriótica y grupos insurgentes u organizaciones populares, o que servían de corredores estratégicos para el tráfico de armas y estupefacientes.  Con el pretexto de matar tres pájaros –las Farc, la UP y toda la izquierda- con una piedra, el exterminio lo llevaron a cabo diferentes organizaciones paramilitares, como Muerte A Secuestradores -MAS-, Alianza Americana Anticomunista -Triple A- y Autodefensas Unidas de Colombia -AUC-, con la probada participación de agentes e instituciones de seguridad del Estado.

A más de los muertos, desplazados y exiliados, este episodio tuvo costos altísimos en términos de amedrentamiento de la sociedad, reducción del espacio político, criminalización de la protesta social, aplazamiento de la posibilidad de la negociación política del conflicto armado, y pérdida de legitimidad del Estado por los vínculos paramilitares y la impunidad generalizada.   

La Fundación Paz y Reconciliación acaba de dar cuenta de 116 muertes de defensores de derechos humanos y líderes sindicales, sociales y populares durante el año pasado, 14 de ellos integrantes del movimiento Marcha Patriótica.   Por su parte la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos registró 39 de tales casos en 2013, 45 en 2014, 41 en 2015 y 57 hasta el 30 de noviembre del año pasado. En los primeros 20 días de este año, ya se han registrado siete. Según diversas fuentes, los principales autores de tales asesinatos parecen ser nuevas organizaciones paramilitares, en especial las denominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

Varios hechos van llamando la atención en este nuevo exterminio. En primer lugar, empieza a desarrollarse justo mientras se realizaban las negociaciones de paz. Las zonas más afectadas hasta ahora corresponden a las que han ido dejando las Farc y no han sido suficientemente protegidas por el Estado.  El propio Estado sigue considerando el problema como una serie de hechos aislados, sin un patrón de comportamiento, y sosteniendo que en el país ya no existe paramilitarismo.

Y llama la atención que ninguna de las víctimas –hasta ahora – ha tenido liderazgo nacional. Todos/as han sido defensores locales o regionales del proceso de paz, del derecho a la tierra, integrantes de Juntas Comunales u opositores a la explotación minera. No tocar a ninguna figura nacional -todavía–, puede ser una táctica para mantener cierta sensación de que no pasa nada grave y medir la capacidad de respuesta social.

El exterminio que empieza –bastante semejante al de los ochenta- no es sólo un palo en la rueda de la implementación de los recientes acuerdos de paz. Es un mensaje claro y un desafío explícito de quienes –abierta o solapadamente-  se oponen a la negociación política del conflicto y a la consiguiente construcción de una sociedad en paz. De los mismos que defienden, con la sangre y la vida de otros, sus intereses económicos y políticos y la continuidad de la guerra, la intolerancia y las injusticias.

En el actual momento, esta reflexión ya no es una alerta temprana. Pero ojalá tampoco sea demasiado tardía.

* Médico social.

 

 

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