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En un país en guerra consigo mismo, donde se gobierna con el discurso del odio, con la dialéctica de la división, del desencuentro, y se debate fundamentalmente con el mecanismo ciego e iracundo de la red X, no deja de ser, si no esperanzador, al menos divertido que surjan grandes polémicas porque alguien cante una canción en la mitad de una juerga. Le pasó a Carlos Vives quien la semana pasada, enfiestado en casa de su amigo Silvestre, entonó un vallenato cuya primera estrofa clama sin eufemismos: “Al escritor García Márquez hay que hacerle saber bien que uno la tierra onde nace es la que debe querer, y no hacer como hizo él que su pueblo abandonó y está dejando caer la casa donde nació”.
Temblaron las redes, llovieron irreflexivos y rápidos los anatemas contra Vives, apátrida, malagradecido, pérfido, y otros más extremos, por la osadía de cantar en contra de un ídolo, de un ícono, de un muerto que ya no puede defenderse. Hasta el presidente Petro trinó para calificar de “suicidio cultural” lo protagonizado por Vives. Luego, quizás alguien le contó que la canción no era de él sino de Armando Zabaleta, compuesta en 1974 y titulada “Aracataca espera”, y que la cantó en medio de una parranda, y entonces el tuit fue borrado. Y lo que quedó flotando en el aire fue una sensación de triste censura, de silenciamiento, y hasta de muerte simbólica para el que se atreva a cuestionar a nuestro único hombre en el Parnaso de la literatura mundial. “Gabo es sagrado”, escribió alguien en X.
Por ley de la cancelación terminaron mezclados en un mismo sancocho los símbolos incuestionables, lo que no se puede nombrar, cuestionar, la patria, y la identidad nacional. Sin detenerse en aquello de que no hay nada más deleznable que ese artificio al que llaman la patria, nada hay más profano que una identidad local, regional, nacional. Tan profano que todos la hacemos, y no tanto con el cliché de las banderas y escudos, ni con las palabras, la música, los atuendos, como con el temperamento, los silencios, los miedos, fervores, repulsas, triunfos, agüeros, derrotas, leyendas, solidaridades, con las virtudes que alardeamos atesorar y las monstruosidades que pretendemos excusar. Y en esa cadena de cincuenta años que empezó en 1974 cuando Jorge Oñate dejó para siempre en un long play la queja de esta canción hasta la noche en que Vives la entonó despreocupado junto a Silvestre Dangond, lo que ha habido es medio siglo de una identidad, a veces vacilante, a veces dolida, a veces muy sorprendente. Desde un juglar que la compuso, en su lenguaje, en su oficio, para dejar manar su molestia, hasta el hombre que la evocó sin más intención que la fiesta la semana pasada, él que ha llevado con éxito, respeto, talento, a buena parte del mundo unos trozos muy bellos, unos versos de lo que es este país. Uno y otro construyeron identidad y nos ayudaron a reafirmarla o a cuestionarla, que es otra forma de proponerla. Y en la mitad de ellos, enorme, inmortal la presencia señera del hijo de Aracataca que en buena parte de sus novelas y cuentos plasmó con toda la lírica de sus hipérboles, y con una fuerza cataclísmica, como la que arrasó Macondo en su apocalipsis, a este trópico irremediable y brutal, a estas patrias en permanente zozobra. El creador de Macondo que le aportó al castellano un nuevo vocablo que traduce lo irreal y lo absurdo.
Me atrevo a afirmar que a García Márquez debía importarle un carajo, para apelar a una palabra que a él le gustaba y no a aquella más fuerte con la que termina “El coronel no tiene quien le escriba”, que se dijera que él nunca hizo nada por su pueblo. ¿Tenía que hacerlo? ¿Es cierto lo que dice la canción en su primer verso de que la tierra donde se nace es la que uno debe querer? Nunca he creído en ese imperativo, como tampoco en la dictadura de los lazos de sangre. Tampoco, que un artista tenga que hacer inversión social, ni obras, ni justicia, ni reparar o ejecutar lo que los políticos estropearon o dejaron de hacer. Por ellos, Aracataca sigue en espera.
Recordé una buena película argentina de hace ocho años, “El ciudadano ilustre”, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, y con guion de Andrés Duprat, hoy director del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, en la que un escritor argentino, premio Nobel, vuelve a Salas, el minúsculo pueblo donde nació, luego de cuarenta años de no haber regresado, aunque Salas sea el lugar de inspiración de casi toda su obra. La calidez inicial con que lo reciben se va avinagrando en la medida en que se van haciendo evidentes las disímiles formas de sentir la vida del escritor y de sus paisanos, y en particular la mirada crítica de alguien que ha visto el mundo y confronta la simpleza e irrelevancia de los nacionalismos y patrioterismos presentes en sus coterráneos. El final es maravilloso y revelador de esta tierra macondiana que es Latinoamérica, donde con facilidad primaria podemos destrozar, por mera ignorancia y con toda violencia, hasta lo sublime. Y donde el honor, los mitos, la consideración atávica de la hombría, y hasta los líos de faldas, siguen gravitando en la cultura y en la cotidianidad.
Y así como el único compromiso del artista es con su arte, con su potencia creadora, con su oficio y la apuesta personal, y tal vez colectiva, que significa dejar obras para la posteridad, y Zabaleta, y Vives, y García Márquez lo hicieron y lo seguirán haciendo pues cada uno ya es inmortal a su modo, con su distinto alcance y medida, ningún artista es intocable ni está exento por decreto o por ley, o por mandato divino, de la crítica, de la inteligente y ni siquiera de la torpe e insulsa. Gabo no es sagrado, es profano; es de todos.
