Ayuda humanitaria y carne de cañón

Sergio Ocampo Madrid
25 de febrero de 2019 - 0:00 a. m.

Obviamente, quiero que se caiga Maduro. Obviamente cuento los minutos para que culmine la pesadilla de Venezuela, y podamos empezar a reconstruirla tras veinte años de un experimento fracasado que no solo desbarrancó a una sociedad sino que retrasó por medio siglo la opción siempre pospuesta de que en Colombia una izquierda razonable y moderna llegue al poder. A cambio de eso, el chavismo revirtió el péndulo en casi todo el continente hacia la derecha más recalcitrante y corrupta.

Claro que me duele Venezuela, que es nuestro otro yo como nación, nuestra continuidad en la selva, en los Andes, en los llanos, en el Caribe; la otra orilla del Orinoco y del Arauca; el recordatorio impotente de una patria grande que pudo ser y no fue; la de las mismas soledades, la misma música, los bailes, el sentir casi idéntico y ese desenfado para asumirnos informales y tomarnos poco en serio.

Pero, con todo eso, no estoy de acuerdo en esta “solución final” para salir del dictador, para derrocar a esa bestia corpulenta, heredera de un mercachifle megalómano que se llamaba Hugo Chávez, y a quien, por las perversidades de la historia (que en América Latina siempre juega en nuestra contra) el azar puso a coincidir, a este lado de los ríos mencionados, con un gordito risueño y atolondrado, heredero y testaferro de ese otro oscuro mercachifle que es Álvaro Uribe.

En verdad me parece poco serio, irresponsable y muy oportunista esta seguidilla de sucesos desde el día en que, no sé por qué movidas debajo de la mesa, a Guaidó se le ocurrió que podía autoproclamarse presidente. No fue un Leopoldo López, ni un Henrique Capriles, ni una María Corina, con quince años de oposición y persecuciones y carcelazos, sino un personaje surgido de la noche a la mañana quien terminó respaldado por los gringos, y luego por nosotros y por otros 45, algunos de los más respetables países del planeta. Y armaron esa pantomima de nombrar embajadores sin embajada, y disponer del gasto sin recursos, y decretar cosas al viento.

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Veo a Guaidó, lo analizo cuando habla, en su actitud, en lo que dice, y no consigo imaginarlo en la utopía de resucitar a Venezuela, de reconstruir su aparato productivo, de restaurar unas instituciones que quedaron en escombros, de desarmar a miles o decenas de miles de milicias enardecidas por esa promesa delirante de una gloriosa revolución del siglo XXI. Pero ni siquiera lo veo pudiendo organizar unas elecciones en menos de dos meses, y sirviendo de bisagra para una transición.

Lo de este fin de semana fue terriblemente temerario e irresponsable. Luego de vender un concierto con muchas luminarias, bienintencionadas luminarias, dejaron muy abonado el terreno para la “caravana humanitaria”. Seiscientas toneladas de alimentos y de drogas en la frontera colombiana, doscientas en la de Brasil, no sé cuántas desde Curazao, toda una ayuda humanitaria improvisada, dispuesta sin un plan, sin estrategia de distribución, sin la menor claridad de cómo pasarla al otro lado, dizque con la posibilidad inocente, o calculadamente ingenua, de cruzarla con una cadena de brazos espontáneos, caja a caja, fardo a fardo. Muy significativo que ni la Cruz Roja, ni la ONU aceptaran encargarse ante la evidencia de que no cumplía con ninguno de los tres requisitos del derecho internacional para estos casos: imparcialidad, neutralidad e independencia.

Entonces, unos pocos perdigones, unos cuantos fogonazos sobre un puente y, por supuesto, la reacción de los chafarotes de la Policía Bolivariana y de la muy siniestra Guardia Nacional, volvieron humo la ilusión de los víveres y los remedios para los desarrapados del Táchira, del Zulia, de Barinas, de Mérida, de Apure.

Es una infamia haber puesto a la gente común, la que padece hambre y problemas de salud, como carne de cañón, solo para alegar más tarde que el tirano no dejó entrar la ayuda a su pueblo, o para, peor aun, apostarle a alguna bala perdida que legitimara una acción armada “justa”. Finalmente hubo sesenta heridos, creo que ninguno de gravedad, y murieron dos indígenas venezolanos en Kumaracapai, frontera con Brasil; pero esos no cuentan. En los últimos quinientos años esos siempre son los que menos han contado.

El presidente colombiano encontró en esta sucesión de circos y sainetes la oportunidad de sacudirse de las críticas por ser un papanatas, superficial, inepto para el cargo, marioneta, que le costaron seis meses de imagen negativa, y hoy sus niveles de aceptación suben como espuma. Y en Blu Radio todas las mañanas, y en RCN y en El Tiempo se explayan para destacar su impresionante liderazgo.

No sé si cuando esta columna se publique ya habrá caído el dictador, porque lo reportado era que ya iban como setenta militares insurrectos (de no mucho rango, creo), quienes juraron lealtad a Guaidó, ese líder providencial sacado del sombrero del mago de la noche a la mañana. Si así fue, Guaidó debe estar más asustado que Duque cuando en agosto pasado, de sopetón, se ganó la presidencia y tuvo que enfrentar la realidad de gobernar esta otra Venezuela, la de la margen izquierda del Orinoco y del Arauca.

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