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Faltando medio año para elecciones, y para culminar al menos anímicamente el enorme fiasco en que se constituyó este gobierno de Gustavo Petro, las cosas parecen ya decantadas hacia tres opciones probables para una segunda vuelta presidencial. Simplificando mucho las cosas, podría decirse que dos son de extremas y la tercera es de centro. Y digo simplificando porque, aunque Iván Cepeda y Abelardo de la Espriella se ubican en polos totalmente opuestos del espectro político, no veo a Cepeda tan extremo como el hombre de la ultraderecha, el que quiere copiar el modelo Bukele, y el estilo personal de Milei, el que aplaude a Trump. Ni siquiera lo veo en ese fanatismo ideológico que destapó al verdadero Petro hace ya un par de años con las banderas de su guerra a muerte, su divisionismo de clase bajo las categorías morales de buenos y malos, su populismo folclórico que inclusive proclama irse a luchar por Palestina, su lealtad mal disimulada a Maduro y Chávez, su antiyanquismo efectista y teatral de megáfono.
Mi convicción absoluta es que Colombia necesita ya, urgente, inaplazable, una opción de centro, un tiempo para la mesura, para detener esta rueda dentada de acción y reacción que nos despedaza desde hace ya un par de décadas; un proyecto que repolitice y desideologice los grandes debates nacionales y los llamados a cuentas y responsabilidades. El de la corrupción de primero, hoy totalmente enrarecido y diluido entre sectarismos y militancias, en los que la propia justicia y los medios de comunicación terminan perdiendo con cara y con sello. Horroriza ver “influencers” aplaudiendo la salida de Paula Bolívar de la W por haber sido quien destapó el escándalo de la UNGRD; ver que la gravísima denuncia de Caracol Tv sobre la infiltración de la inteligencia del Estado por cuenta de la guerrilla, propiciada desde el mismo gobierno, se disipa y relativiza o por el discurso oficial de la persecución política, o por la instrumentalización furiosa de la oposición.
En esa línea de pensamiento, Fajardo y el centro son víctimas y en cierto modo son sobrevivientes a una esquemática y furiosa persecución y a una peligrosa estrategia de que para prevalecer, y poder desarrollar un proyecto de país, el requisito inicial es la violencia, la simbólica y la física, eso aunado a una falacia de que Colombia debe ser redimida y salvada con urgencia; salvada de Petro en la actualidad, o de la guerrilla en 2002, o, desde el otro bando, salvada del uribismo y de 200 años de atraso total e injusticia ejercida por “blanquitos ricos”. En esa lógica se consiguió atenazar al centro y triturarlo, para disminuirlo al eunuco, al bobazo que no puede garantizar la seguridad de Colombia, o al farsante agazapado que termina siendo un apéndice, o al menos un idiota útil de la ultraderecha.
Fajardo, y su actitud consecuente, su filosofía de profesor, su discurso claro y tranquilo, su buena experiencia gobernando Antioquia y Medellín, son mi opción personal para 2026. Ahora bien, es altamente probable que de nuevo terminemos reciclando la espantosa opción de los extremos, y en ese sentido descarto sin contemplaciones un voto por Abelardo de la Espriella, por oscuro, por populista, por su inexperiencia, por su moral vacilante frente al narcotráfico y los paramilitares, por su clara adscripción a la causa uribista, al club de los malos del mundo, con Trump a la cabeza. Iván Cepeda, en cambio, no me atemoriza más allá de pensar que el experimento Petro se salió con la suya y consiguió, al menos en la mente de muchos, dejar un sucesor y la promesa de una continuidad de su confuso proyecto. Pero, en ese sentido y aunque suene ingenuo, cualquiera que sea el eventual sucesor de Petro, desde su misma orilla, definitivamente va a ser menos malo que él, a excepción de un Benedetti o un Daniel Quintero, que no son izquierda real sino oportunista, y medularmente corruptos. Dicho sin eufemismos, con Petro ya elegimos la peor opción posible, por todo, desde su mediocridad para gestionar y ejecutar, hasta su tono humano, su estilo y sus serios problemas comportamentales.
Es cierto que Cepeda ha sido un congresista limpio, una víctima del conflicto, un luchador por las víctimas, con una vieja y firme adscripción por la paz; ha sido consecuente con unas causas políticas, pero sin estridencias ni tretas populistas de balcón, pero además de la incógnita de su capacidad administrativa y ejecutiva, y de cuánto va a distanciarse en prioridades programáticas y en la estrategia confrontacional y divisiva de Petro, de él preocupa, y bastante, la actitud vacilante frente a la dictadura de Maduro, y el silencio cómplice frente a la venalidad y corrupción rampantes en este gobierno, en el que de todos modos puede alegar que no tiene ninguna presencia ni responsabilidad. Él no es una invención de Petro, ni este es su mentor, aunque para ganar las elecciones tenga que apelar a sus votos, pero también a lo que adicione del centro y de la fuerza antiuribista de este país. Y para lograr eso deberá arriesgar cierta distancia con Petro y cierto margen de crítica. Inclusive, me atrevo a predecir que Cepeda puede terminar reeditando la historia de Santos con Uribe, esto es la de alguien que fue elegido por el caudal del mandatario en ejercicio, pero ya en el Gobierno decidió sacar adelante su propio libreto, su plan, y gobernar sin tutelas, y su antecesor se convirtió en su primer enemigo y opositor. Varias veces he dicho que me asusta más Petro como expresidente que como presidente, aunque me asusta mucho como presidente. Al igual que Álvaro Uribe, Petro es un enfermo de poder.
En definitiva, Cepeda me asusta menos que Abelardo de la Espriella, y mucho menos que Petro. Eso sí, voy con Fajardo.
