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A Juan Pablo Vargas lo maniataron, lo sometieron a electrochoques en las tetillas y a inmersiones de cabeza en pocetas de agua, con la amenaza de ahogamiento. No fue en Argentina a mediados de los setenta, ni en Chile tras el golpe de Pinochet, por esos mismos años. Fue en Bogotá, hace tres años; no fue en los sótanos de algún organismo de inteligencia sino en una clínica del barrio Normandía llamada Resurgir a la vida, y el delito no era ser comunista, ni subversivo, sino ser gay.
Lo contó Juan Pablo en una de las audiencias públicas que, entre el año pasado y este, se convocaron en el Congreso de la República para escuchar la mayoría de opiniones posibles alrededor de un proyecto de ley que buscaba prohibir las llamadas terapias de conversión para homosexuales, conocidas bajo la sigla Ecosieg, unas supuestas técnicas terapéuticas que la misma ONU, a través de su consultor Víctor Madrigal, en informe a la Comisión de Derechos Humanos, calificó como “discriminatorias, crueles, inhumanas y degradantes”, y que dependiendo del grado de dolor físico o mental pueden asimilarse a la tortura.
El miércoles pasado, este proyecto de ley de la representante Verde Carolina Giraldo se hundió, sin discutirlo en el Senado, porque se le agotaron los tiempos legislativos. No fue extraño pues el Congreso nos tiene acostumbrados a esquivar y negarse a reglamentar o actualizar marcos legales cuando se trata de asuntos que se vinculan con la moral, y más si envuelven atavismos y prejuicios o constituyen dogmas para las iglesias. Allí, la posibilidad de avances y ampliación de derechos y garantías ha quedado en manos, casi sin ninguna excepción, de las altas cortes y sus jurisprudencias. Sin embargo, en este caso es justo reconocer que en la Cámara consiguió pasar con éxito los dos primeros debates, y con votación abrumadora a favor.
A pesar de lo visto en Cámara, desde el inicio fue evidente que intereses muy poderosos no iban a dejarlo llegar a puerto. Así, en la legislatura de 2022, Mauricio Toro intentó radicarlo y fue recusado por el pastor Jonathan Silva, por “conflicto de interés”. El argumento es que Toro estaba legislando a su favor, por ser homosexual, algo como decir que un negro no puede presentar un proyecto contra el racismo o una mujer contra el sexismo. “Un homosexual puede cambiar a través del poder del evangelio”, aseguró Silva. Y la recusación funcionó. Luego vino este segundo intento, y con él todas las “jugaditas” legales para postergarlo en el tiempo, nombrarle hasta ocho ponentes, ubicarlo bien abajo en el orden del día cuando por fin se lograba una fecha de inicio. Inclusive, tuvo más audiencias públicas que la mayoría de las iniciativas de ley, y en un año largo se llevaron a cabo tres, la última, quizá la más nutrida en la historia del Congreso, con 80 inscritos para hablar, en una jornada de seis horas y media.
Allí pudimos conocer los escalofriantes testimonios de Juan Pablo y la IPS Resurgir a la vida, que entre otras fue intervenida por la Fiscalía en 2022, y su director terminó en la cárcel. También, el de David Zuluaga, quien ingresó a una comunidad laica en Carmen de Viboral (Antioquia) llamada Lazos de amor mariano, en la que le hicieron exorcismo de los 14 a los 17 años, con golpes en el estómago para que vomitara el espíritu de la homosexualidad. También, las denuncias de Francisco Rey, ex funcionario de la Alcaldía de Bucaramanga, sobre una fundación en esa ciudad en la que se conocieron dos casos de jóvenes, uno menor de edad, que llegaron sedados, forzados por sus familias, para practicárseles Ecosieg.
Y, en una nueva demostración de que este país odia a sus víctimas, las del conflicto, las del abandono, las de los prejuicios, se escucharon voces como la del senador Jota P. Hernández que exigía pruebas de las supuestas torturas, en la actitud de dejar en manos de la víctima la carga de la prueba cuando se denuncia, y en contravía a ese consenso universal de que cuando un niño o una mujer declara que está siendo objeto de abuso deben ser escuchados. La senadora Karina Espinosa aseguró algo como que estas terapias son una leyenda urbana, no existen. Hasta salió a relucir el nombre de George Soros, el multimillonario judío que según los republicanos gringos y las ultraderechas, tiene un complot mundial para desestabilizar la sociedad, y por eso apoya causas LGBTQI+, de inmigrantes, de indignados, y a los demócratas. Soros busca acabar con Colombia, además, y junto a él, los Illuminati, que salieron mencionados también.
Y vino toda la guerra sucia, con folletos que empezaron a circular en los que se decía que el proyecto buscaba convertir en gays a todos los niños, permitir la amputación de sus genitales, y hasta encarcelar a pastores, sacerdotes, psicólogos, médicos, que eleven oraciones, den consejos, o practiquen terapias que busquen cambiar preferencias sexuales. Que los padres pierden el control sobre sus hijos. Y como sucede con las fake news y su efecto rápido y fácil por la simpleza de sus mensajes, no valió reiterar que en la iniciativa está escrito que todo acompañamiento espiritual, tratamiento médico o psicológico para modificar la identidad sexual al que se llegue de modo informado y libre, y que no atente contra la dignidad, no debe considerarse Ecosieg. Y que tampoco se afecta la patria potestad de los padres, y su capacidad para orientar y aconsejar a los hijos.
En fin, un proyecto que en últimas tenía que ver con Derechos Humanos, con prohibir una práctica que hasta para la ONU es tortura, fue hundido por la peor y más peligrosa de las ignorancias, esa que no solo va en contravía de la evidencia científica, sino que encima se arroga el derecho de hablar en nombre de Dios.
