En una sociedad donde hemos llegado a niveles delirantes con el lenguaje inclusivo y hablamos con desenfado de los testigos y las testigas, de los vendedores ambulantes y las vendedoras ambulantas, que un alto dirigente de la izquierda, del partido de Gobierno además, adicional del “Gobierno del cambio”, use la palabra sirvienta en una declaración tiene unas connotaciones muy negativas, sin atenuante alguno.
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Y como en estos tiempos todo se debate desde el lugar de enunciación ideológica y bajo el prisma radical de pertenecer a un bando o al otro, para justificar o destrozar, el petrismo podrá argumentar en su defensa que por etimología el vocablo sirvienta viene de servir, y este no solo es un verbo neutral sino que debería conllevar una carga gentil, positiva. No, hombre, no intenten estirar las cosas, excusarlas; nadie hoy puede negar el sentido peyorativo y la intención humillante de la palabra sirvienta. Al punto, que ya casi nadie la utiliza en la conversación cotidiana y en 2018 la Corte Constitucional la proscribió de la terminología jurídica, pues se mantenía escrita en el Código Civil y en el Sustantivo del Trabajo. “En lo sucesivo debe sustituirse por las expresiones ‘trabajadores’, ‘contratistas, ´’empleados’, ‘dependientes’”, conceptuó el alto tribunal.
Un mero análisis contextual, ni siquiera semiótico, de la expresión de la senadora Clara López Obregón, hace muy evidente el carácter clasista y la intención (obviamente inconsciente) proclive a minusvalorar y afrentar un oficio: “Porque si vamos a comparar chuzadas a la sirvienta con chuzadas a los magistrados de la Corte vamos a quedar muy mal”. En la espontaneidad y la intención no consciente está justo lo grave del hecho: los magistrados, como personajes de muy alto nivel y ascendiente; las empleadas domésticas como el más bajo círculo de la sociedad, aunque sean “como de la familia” (esta última parte es adición mía).
Sin duda, hace más ofensiva la frase el hecho de provenir de una mujer de la izquierda caviar, de una militancia de toda la vida en el socialismo a pesar de sus ancestros aristocráticos por todas las ramas, con expresidentes familiares directos e inclusive nexos de sangre con Sergio Arboleda.
Pero, además, la senadora desconoce de modo rampante una realidad que la inteligencia de los Estados comprendió hace rato. Son esos empleados de base, de cargos operativos, los que pueden recopilar información más sensible pues están inmiscuidos en la más prosaica e íntima cotidianidad. Olvida, por ejemplo, que dentro de la estrategia del uribismo de chuzar a las Cortes también estaba incluido el infiltrar personal o sobornar a las señoras que atendían a los magistrados, las “señoras del tinto”. Ellas tenían información de primera mano sobre los debates y las discusiones jurídicas, y también las consideraciones políticas, en cada sesión.
El tema me toca en lo personal porque hace un mes presenté mi nueva novela, “Las distancias”, en la que se reconstruye una historia de la vida real nunca contada en sus pormenores, la historia de un ser humano poseedor de un secreto que bien pudo haber cambiado la historia nacional, la historia oficial. Es el hijo que tuvo Luis Carlos Galán en su juventud, mucho antes de casarse, con la empleada doméstica de su casa paterna, María Isabel Corredor, una campesina analfabeta, venida de un pueblo de Boyacá, una mujer de una hermosa dignidad, de un tremendo temple, que mantuvo toda la vida la confidencia de ser la madre del primogénito de uno de los hombres más importantes de este país en los años ochenta, casi seguro ganador de las elecciones presidenciales de 1990.
En la novela se recrea cómo fue esa compleja relación en la que ella siempre presionó para que el político le diera el apellido a su hijo, Luis Alfonso, y la promesa de aquel de hacerlo más adelante; “tiempo, dame tiempo; en su justo momento lo haré”, le decía. En la moral tradicional de la clase media que encarnaba Galán la revelación de algo así podía dinamitar su exitosa carrera política. Entonces, vivió todos sus años con el terror por un secreto que guardaban una mujer rústica e iletrada, y un adolescente que se crio como campesino, como hombre básico, que validó su bachillerato a los 28 años, que fue mensajero e intentó ser ciclista. Que estudió de noche para hacerse abogado a los 34 años y que vino a obtener el apellido en esa misma época, nueve años después de muerto su padre por los designios de Pablo Escobar.
En el libro se recrean situaciones como la de María Isabel, con su niño de la mano, yendo a un Telecom para llamar a Roma, donde Galán era embajador, y dejarle razón con una secretaria de que necesitaban plata; y también el apellido.
Si alguien hubiera chuzado en su momento a esta “sirvienta”, la historia del país quizás habría sido distinta.
En la misma novela, se cuenta cómo en medio del debate nacional por la venta del Banco Popular, entidad del Estado, a punto de ser vendida a Sarmiento Angulo en la onda neoliberal en que había entrado el país, a Luis Alfonso, mensajero de la presidencia del banco, empezó a seducirlo una guapa mujer que también trabajaba en la empresa. Con el pasar de los días, y tras un par de almuerzos invitados por ella en restaurantes del centro, él empezó a notar que el interés de la chica no estaba en las historias de ciclismo o en el examen del Icfes que él se aprestaba a presentar por esos días, sino en los documentos, cartas, certificaciones, que transportaba a todas horas y en las conversaciones que le escuchaba a su jefe. La mujer era una espía del sindicato.
Pero claro, si vamos a comparar chuzadas a la sirvienta, o a un mensajero, con chuzadas a los magistrados de la Corte, vamos a quedar muy mal.