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Derribar a Belalcázar no, mejor a Duque

Sergio Ocampo Madrid

18 de octubre de 2020 - 10:00 p. m.

Pedir perdones históricos me parece un ejercicio muy serio y valioso si detrás hay un arrepentimiento real e intención de no reincidir, e inclusive de subsanar. Eso me parece más dignificante incluso para las partes que los resarcimientos y las indemnizaciones, que en el fondo monetizan el gesto puro de la contrición.

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Hace una semana, a Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, le dio por exigirle de nuevo a España un mea culpa con los pueblos nativoamericanos por los horrores de la Conquista, algo que ya había soltado hace año y medio en una carta al rey Borbón y al papa, que entre otras también es hijo de estas tierras. Y desde Caracas, el dictador Maduro se montó en esa solicitud de perdones y planteó que no se conmemore el 12 de octubre pues solo representa saqueo y exterminio.

Un prurito que viene haciendo carrera hace años y que no solo es patrimonio de esta América morena. Hace dos años, en California, el concejal Mitch O’Farrell consiguió remover una estatua de Cristóbal Colón de un parque de Los Ángeles y dio un discurso sobre el genovés como el iniciador del gran genocidio de la historia.

Se trata de una corriente cuya intención reivindicativa de unas culturas y unas realidades prehispánicas que intentaron ser borradas (y lo fueron) es positiva pero está mal planteada, mal defendida, pues termina sirviendo a la causa de unos populismos muy ignorantes, reducida al espejismo de reconstruir y legitimar un continente y unos nacionalismos sobre la base de algo que desapareció, tristemente, y que además solo explica de modo parcial nuestro origen.

Pero, además, parte del exabrupto de juzgar los hechos del pasado de un modo absoluto, sin contextos ni especificidades, con el nivel de conciencia, los parámetros y las certezas de hoy, lo cual desconoce toda una evolución filosófica y ética, la feliz consagración de unos consensos, unos mínimos y unos inaceptables, y hasta la remoción de unos tabús en el desarrollo de la civilización. En ese sentido, la esclavitud es intrínsecamente abominable, pero solo fue proscrita a partir de distintas décadas del siglo XIX y antes de eso fue parte del orden social en casi todos lados. La guerra siempre ha sido un absurdo superlativo, pero sobre ella, sus símbolos, sus uniformes y coreografías se construyeron los imaginarios de la virilidad, de la nacionalidad, de la identidad. De ese triste y manoseado concepto que es la patria. Solo a partir de la batalla de Solferino, en 1859, y del libro que escribió el suizo Henry Dunant empezó a hacer carrera aquello de un derecho internacional humanitario que le bajó el tono a la épica de la guerra, le impuso cortapisas y comenzó a cuestionar la barbarie y la crueldad aun en el espacio del combate. Gracias a eso, el genocidio hoy es un crimen de lesa humanidad. Y lo es la segregación racial y étnica; también, la desaparición forzada, la detención arbitraria y la tortura. Desde entonces no todo es admisible, aunque la violencia siga siendo la “comadrona de la historia”, en palabras de Marx.

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Entonces tiene fundamento y lógica exigirle a Nicolás Maduro que dé respuestas y pida perdones por su represión de hoy, pero no la tiene derribar estatuas de Isabel la Católica por expulsar judíos en la España del siglo XVI (aunque España en esto hizo algo mejor que simplemente pedir perdón, y fue abrir la puerta para que los sucesores de esos sefarditas desterrados solicitaran la nacionalidad y retornaran si querían). Por eso, tiene sentido un futuro sin estatuas del racista Donald Trump, y que valgan la protesta y su derribo si se erigen monumentos a él, y no lo tiene que en Portland tumben una de George Washington porque alguna vez tuvo esclavos.

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Sería absurdo negar que la conquista de América fue una empresa horrenda por sanguinaria, porque acabó cientos de culturas, y abusó y expolió y saqueó. Pero no podría haber sido distinta, como tampoco podría haber sido diferente el fin de Roma como civilización e imperio, a manos de los bárbaros, y no veo a los italianos pidiendo desterrar la estatua de Alarico del Palacio Real de Madrid, ni vandalizando la de Odoacro en Ravena, como sí se vandaliza la de Américo Vespucio cada mes en Bogotá. La mitad de Asia y parte de Europa Oriental podrían exigir hoy que se desmonte y embodegue la inmensa estatua de hierro de Genghis Khan, cerca de Ulán Bator, por los 40 millones de muertos que dejaron sus brutales invasiones.

El gesto de unos descendientes de los misak al abatir una estatua de Belalcázar en Popayán hace algunas semanas tiene un simbolismo válido y hermoso, pero no por el pasado mismo y la leyenda negra de la invasión europea sino por el presente trágico que 500 años después sigue expoliando, asesinando, desconociendo la singularidad y el territorio de unos descendientes de los primeros aborígenes. No es contra Belalcázar que se debe canalizar esa furia pues la historia ya fue y no pudo ser distinta, sino contra los criollos americanos que tras la aventura medio mentirosa de la Independencia siguen construyendo unas repúblicas con mínimo interés en integrarlos y en dar validez a su cultura y sus saberes como parte de ese fascinante y vigoroso experimento que se llama mestizaje. La conquista de América no es un fenómeno único ni peculiar en el vasto panorama de la barbarie con que se construyó la civilización humana; ni siquiera es la de mayor letalidad. Y es la raíz, por mucho, de lo que somos, en lo malo y en lo bueno. Alimentar nostalgias por un mundo que se fue, y soñar sobre cómo pudo ser la historia, es inútil, así como intentar separar unas sangres que ya quedaron fusionadas para siempre.

Bienvenida la minga a Bogotá, y bienvenidas todas las reivindicaciones, las luchas civiles y las peticiones de perdón por la incertidumbre y violencia del presente.

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