Nos devolvieron al país de hace treinta años. La frase ha sonado en todos los tonos, con distintos énfasis y estados de ánimo desde el fatídico sábado 7 de junio pasado cuando un muchacho de 15 años disparó contra el senador Miguel Uribe Turbay y lo dejó entre la vida y la muerte.
La frase completa es “Petro nos devolvió treinta años”, y puede ser verdad, pero es una verdad parcial. La verdad es que entre el uribismo, o sea la fuerza que simboliza la ultraderecha y sus derechas cómplices, y el petrismo, o sea las alas más radicales de la izquierda junto a otros sectores oportunistas también de la derecha convencional, entre esos dos bandos nos devolvieron no treinta ni cuarenta sino setenta y ochenta años hacia el pasado. Lo que vivimos hoy guarda grandes similitudes con la confrontación virulenta que libraron liberales y conservadores desde los años cuarenta hasta la mitad de los cincuenta, que generó una profunda división social, una crispación de ánimos a menudo desbordada en violencia, en asesinatos y desplazamientos, un rotundo desencuentro de visiones y objetivos comunes, lo cual nos atrasó con respecto a otras naciones que sí consiguieron montarse en los procesos mundiales del desarrollo, la tecnología y la prosperidad, con sus Estados de bienestar.
Recordaba Antonio Caballero, en su libro “Historia de Colombia y sus oligarquías”, que en esos tiempos se impuso la imposibilidad filosófica de poder dialogar con el otro bando y gestionar diferencias y conflictos a través del diálogo y la consideración radical de ser enemigos irreconciliables. Y en las derivaciones más perversas, la creencia en un derecho legítimo de extinguir al otro. Aquello terminó en sangre en las zonas rurales, con miles de muertos por razones políticas.
Hoy no hay combate en los campos, pero sí uno encarnizado en el ciberespacio, con insultos, vituperios, amenazas, manipulaciones, mentiras y esa extinción virtual que constituye borrar a alguien o bloquearlo en las redes sociales. Y al igual que liberales y conservadores en su tiempo, diferentes en sus ideologías, pero similares en sus metodologías, petrismo y uribismo terminan pareciéndose de un modo patético. Cierto es que ha habido insultos de lado y lado, llamados a la confrontación, epítetos, descalificaciones, hasta hacer escalar el ambiente al paroxismo que termina estallando en atentados sicariales como el sufrido por Uribe Turbay hace una semana. Hay responsabilidad y culpa indudable de lado y lado. El llamado a cuentas hay que hacérselo a todos. Sin embargo, en el momento histórico que vivimos, el primer llamado tiene que ser a quien ostenta hoy la responsabilidad de dirigir el país, al “primer empleado”, como él mismo se ha denominado en sus digresiones confusas y líricas, el heredero de Bolívar, el nuevo Aureliano. Así como el Estado y sus agentes no pueden reaccionar a la brutalidad y la violencia con las mismas armas y lógicas, tampoco deberían poder responder con la misma saña, virulencia, bajeza y mezquindad los ataques verbales de quienes se declaran en oposición.
Algo se rompe cuando un jefe de Estado tiene que apelar al efectismo y la vulgaridad de calificar a Efraín Cepeda como de HP, algo se activa en el sentimiento nacional cuando señala a Nadia Blel y a Miguel Ángel Pinto como los responsables de la muerte de un líder social en el Cauca, por su negativa a discutir la reforma laboral, algo se infantiliza y empequeñece cuando reduce todo el debate a la existencia de un “Cepeda, el bueno” (que está con él), y un “Cepeda el malo” (que está en su contra). Algo cala cuando reitera que discutirle y confrontar su gobierno es fascista y nazi, y cuando declara la guerra a muerte contra la oligarquía blandiendo la espada de Bolívar.
No es incomprensible entonces que luego del intento de asesinato contra Uribe Turbay estemos leyendo cosas en redes como que se trató de un autoatentado, que por qué no se le ve con la cabeza rasurada en tal foto, que en una semana estará rozagante y posicionado en encuestas, que se lo merece por lo que dijo alguna vez sobre Rosa Elvira Cely, la mujer empalada y muerta en el parque nacional, cuando él era secretario de Gobierno de Bogotá… todo un abismo para sintonizarse con el drama de un ser humano, de una familia, una degradación del respeto al valor de la vida, un portazo a cualquier posibilidad de empatía y comprensión por el dolor ajeno, una deshumanización del otro y de uno mismo… una sociedad que perdió el valor de la compasión, o empezó a verla como una ventaja que no se le puede conceder al opositor. Un reciclaje del ominoso pasado.
Es un juego tan pernicioso que inclusive desde cada grupo inscriben al centro como aliado solapado y falaz del otro bando, o como tibios, como prescindibles, con lo cual no dejan opción de salida al futuro, de ampliación del espectro ideológico, más allá de la contraposición violenta entre los extremos.
Lo que parece olvidar peligrosamente el jefe de Estado, y sus petristas, es que en esta reedición de la violencia bipartidista de antaño hay un elemento que no existía en la Colombia de la primera mitad del siglo XX: el narcotráfico, ese engendro que sobrevive, se nutre, se sirve y se robustece en todos los ríos revueltos. Estamos hablando de algo que va mucho más allá de los insultos, los adjetivos y los epítetos de un bando y del otro. Algo que no cesa simplemente bajándole el tono al debate, aunque pueda ayudar.