Esta columna nació como un singular ejercicio académico con estudiantes de la Universidad Javeriana en una materia llamada Opinión. La idea surgió el mismo día en que Daneidy Barrera, o Epa Colombia, alquiló un helicóptero y sobrevoló Suesca para arrojar 25 millones de pesos, en billetes de cincuenta mil.
Epa Colombia nos produce a la vez fascinación y rechazo, admiración y desprecio, hilaridad y molestia. El reto que quedó como tarea de clase fue construir una columna para argumentar con rigor, con raciocinios desapasionados, por qué esta mujer consigue generar tantas cosas, tan disímiles y contradictorias. Un ejercicio de lectura crítica sobre un personaje, en el intento de ir mucho más allá de la dicotomía visceral y simple del me gusta/no me gusta, me cae bien/me cae mal, la quiero/la odio. Mi papel fue construir con los mejores argumentos de ellos, y con unos propios, esta columna de hoy en El Espectador.
Lo primero a decir es que Epa Colombia es una puesta en escena, un personaje construido desde 2016, en un principio por casualidad pues a una mujer cuyo nombre en redes era Chamita cheer se le ocurrió salir cantando un estribillo de apoyo a la selección Colombia. En menos de una hora había logrado 300 mil vistas. El corito era pegajoso, pero en realidad el éxito estaba en que el conjunto completo, la chica, su voz, su pinta, su estilo, eran risibles, risibles en esa inveterada lógica nacional de que lo pobre, lo popular, lo vulgar (por común, no por grosero) es una fuente inacabable de burlas, al punto de acuñar un vocablo peyorativo (al menos en Bogotá) que resume todo lo anterior y le adiciona una carga de escarnio. Hablo de la palabra “guiso”, que sin estar en el diccionario de la RAE, es más juvenil, popular, con más semánticas, que el bogotanismo “frondio”, que sí está. Los paisas hablan de algo “peye”, los costeños, de “corroncho”.
Es una gran ironía que la impresionante popularidad de Epa Colombia haya surgido justamente de esa actitud de rechazo del colombiano a lo “guiso”, “peye” y “corroncho”. De ahí en adelante, Daneidy Barrera comenzó a construir su personaje de Epa. Mariana Escobar, una de mis estudiantes, resalta otra gran ironía y es cómo ella debería estudiarse como un caso de éxito de posicionamiento de marca. “Ella tiene claro quién es, sus metas y cómo llamar la atención. Aprovechó ser un ‘blanco fácil’ de crítica para monetizar absolutamente todo lo que representa”, escribió Mariana.
De alguna manera, Daneidy, o mejor Epa, y su éxito cuantificable a hoy de 4 millones 300 mil seguidores, es una especie de revancha de los pobres contra una cultura centenaria de exclusión, de desprecio y de mofa. En ese sentido, coincido con Isabella López, otra de mis alumnas, en que su objetivo no es alcanzar un ascenso social, sino un ascenso puramente económico. “La esencia se mantiene”, escribe Isabella y yo lo confirmo al observar que, montada en carros lujosos, hablando con expresidentes o subida en helicópteros, sigue repitiendo con la misma voz guisa “tú también puedes, amiga”.
En lo personal, y ahí coincidió con Sofía Neira, veo a Epa como una ineludible y poderosa metáfora del colombiano común, de las circunstancias a las que se enfrenta, de las formas adaptativas que encuentra para no sucumbir e inclusive salir adelante, y hasta de los daños colaterales por la insufrible polarización ideológica actual. Así, según aceptó ella misma en entrevista con Juanpis González, creció en un entorno escaso de oportunidades y llegó a robar hasta 200 celulares a hombres a los que emborrachaba primero antes de desvalijarlos.
Hace dos años la vimos en un video con un martillo en la mano mientras destrozaba los accesos electrónicos de Transmilenio, todo en un tono casi pedagógico, desenfadado e infantilmente feliz. Y luego, cuando la justicia la requirió, ofreció disculpas, reconoció su error, pero aclaró que no dañó propiedad privada sino cosas del Estado. Bien lo señaló Juan Fernando Cano, muchos colombianos piensan tristemente que lo público, “lo del Estado”, no es de todos, sino de los políticos. Al destrozar el sistema de transporte, Epa estaba haciéndole un daño a los políticos, nada más.
Le impusieron una multa cercana a los 400 millones, y lloró porque no tenía cómo pagarla. No transcurrieron doce meses para que recogiera no solo esa cifra sino miles de millones. Es que montó un emprendimiento de venta de keratinas, que la hizo multimillonaria. Eso sí, sin todos los requerimientos del Invima, que obviamente la llamó al orden, y con esa otra costumbre nacional de buscarle el quite a la Dian. Como recuerda María Fernanda Silva citando a varios portales, hace unos meses esa entidad hizo una visita a una de sus bodegas y dejó en el aire que la contabilidad de la empresa se había quemado. Entonces, digo yo, esa relación casi siempre turbia de los ciudadanos con sus impuestos no solo es patrimonio del empresariado menor. Pregúntenle a Bavaria por sus líos de antaño.
Inquieta un poco en Epa, ese otro elemento de la colombianidad que es el enriquecimiento rápido en ciertos personajes y que termina detonando otro ingrediente muy propio de esta nacionalidad: la suspicacia del resto para preguntar de dónde vendrán los dineros de aquel al que le está yendo tan bien. Más temprano que tarde se sabrá si hay algún torcido en todo este fabuloso capital de Epa; ojalá que no y que su historia de self made woman resulte ser cierta. Lo que sí es verdad es que, como dice Nicolás Wolf, hay mucho de exhibicionismo mafioso en su comportamiento, como eso de fotografiarse en autos de lujo o arrojar billetes desde un helicóptero. Pablo Escobar nos heredó todo eso.
En Colombia, el envenenamiento político es el nuevo prisma para juzgar y descalificar todo, inclusive las instituciones. Así, Alejandro González recuerda cómo la izquierda defendió a brazo partido a Daneidy cuando la justicia la condenó a cinco años de cárcel por los martillazos a Transmilenio. Desproporcionado eso de propinarle una pena tan drástica cuando los delincuentes del alto gobierno no pagan prisión por sus atrocidades. Era una camarada víctima. Eso cambió tras la reunión con Álvaro Uribe, y pasó a ser una derechista trepadora y falsa.
Ese encuentro con Uribe merece capítulo aparte porque también es un espejo perfecto de este país. Ese día, en un populismo fantástico, el expresidente salió comiendo empanada y diciéndole “amiga”. Tras los ataques a Epa, ella explicó que lo había buscado a él pues ahora que era rica temía por su seguridad. Qué parecido a ese espejismo de seguridad que nos vendieron hace veinte años y por el que le hipotecamos el país a este hombre y su grupo.
Vamos a ver hasta dónde llega Epa Colombia con sus keratinas y su actividad de influencer. A la fecha, y en solo cinco años, ella es la metáfora más maravillosamente lograda de lo que somos, y de lo que pretendemos ser y no ser.