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Gorbachov, ese bello proscrito

Sergio Ocampo Madrid
05 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.

Contaba Henry Luque, hace al menos 30 años, en un taller sobre Dostoievski, una anécdota de algo que observó alguna vez en el metro de Moscú cuando un hombre entró al vagón, mostró una sonrisa afable en su rostro de rasgos eslavos, y minutos después comenzó una violenta pelea con otros dos a los que evidentemente no conocía, pero a quienes juró en medio de la refriega que los mataría, y a sus familias y hasta a sus vecinos. Con algo de intervención de otros pasajeros, la riña concluyó, y el hombre entonces se sentó y comenzó a llorar al haberse dejado arrastrar por la ira; al final se bajaron los tres, abrazados y se fueron de copas.

No era exceso de vodka, ni locura, sino alma rusa en quintaesencia, o sea emocionalidad superlativa y aceptación sin culpas ni conflictos de que un ser humano puede alternar ser tierno y violento casi al mismo tiempo, y lo uno y lo otro sin moderación. Un pueblo así, decía ese rusófilo absoluto que era nuestro poeta Luque Muñoz, solo se siente tranquilo al vivir en dictaduras, bajo regímenes autoritarios; en libertad se sienten temerosos, desconfiados, vulnerables. En esas llevan 500 años.

Lo recordé esta semana que pasó con la muerte de Mijail Gorbachov, y se me vino a la mente su contraparte, ese otro hombre enorme al que también la historia, la rusa, la oficial, castigó con el olvido, con el ostracismo y la invisibilidad, justo por el pecado de la mesura, del equilibrio, del espíritu liberal: Alexánder Kerensky. Gran paradoja que el uno y el otro hayan sido justamente el primero y el último de aquel experimento que derivó en un modelo alternativo de sociedad, contrapuesto al capitalismo por casi ocho décadas, que volvió al mundo un espacio bipolar, le metió un cambio climático a la geopolítica, llamado Guerra Fría, y puso a la humanidad a escasos centímetros de una hecatombe nuclear varias veces.

Kerensky es uno de los más fascinantes personajes del siglo pasado. Pocos saben que fue él, y no Lenin, quien obligó a abdicar al zar Nicolás II en febrero de 1917, y de ese modo acabó con trescientos años de la tiranía despótica de los Romanov, para proponer una revolución liberal que apenas duró pocos meses pues la desplazó la contrarrevolución comunista de octubre de ese mismo año. Y esa sí se quedó hasta 1990. Kerensky tuvo que huir, exiliarse y murió olvidado en Estados Unidos en 1970. La iglesia ortodoxa de Nueva York se negó a hacerle honras fúnebres, con el argumento de que fue él quien propició el fin de la Rusia zarista y el comienzo del comunismo. Su cuerpo terminó enterrado en Londres, y no en Highgate, donde están personajes gloriosos, Karl Marx entre otros, sino en Putney, donde nadie va a visitarlo. Manuel Mejido en “El camino de un reportero” cuenta que lo entrevistó para Excelsior, de México, en 1967: “Me encontré con un anciano cansado, ─de tanto huir se fatiga la gente─ de pelo blanco, con arrugas sobre las arrugas, lúcido, no obstante sus 86 años. Vestía como buen burgués y se aferraba a un pasado que no lo perdonaba ni él podía perdonar”.

El martes pasado falleció el personaje al que le tocó jugar el rol de ser el último en esa cadena revolucionaria iniciada en 1917; el hombre que intentó corregir los errores de esa contrarrevolución que no pudo contener el camarada Kerensky; esa que se fue haciendo más hermética, opresiva, inhumana, con el paso de las décadas hasta configurar un absolutismo siniestro, como el de los Romanov, pero que llevó a Rusia a erigirse en potencia mundial, tecnológica, militar, deportiva, científica. Casi nadie lo lloró en su patria porque sus glasnost, o sea la transparencia, y sus perestroikas, o sea la reestructuración, terminaron la dictadura, pero les hicieron perder la hegemonía mundial. Svetlana Alexiévich retrata magistralmente en “El fin del Homo Sovieticus” esa nostalgia por una grandeza imperial que es como una alucinación colectiva en la cual casi nadie menciona la brutal represión, la negativa absoluta de las libertades y la individualidad, pero saben que no quieren regresar a eso.

Son evocadoras esas imágenes del Gorbachov de aspecto jovial, elegante, con su Gorbachova, aun más elegante al lado, en un país donde el secretario del Partido Comunista, o sea el máximo líder, tenía que verse adusto, sombrío, incluso rústico, y siempre solo, como si no existieran familias, esposas. Una autoridad que llamaba a temer, no confiar. Casi nunca vimos a Anna Chernenko, Tatiana Andropova, ni a Viktoria Brezhneva, las esposas de los 3 anteriores a Gorbachov en el cargo.

Enorme, también, recordarlo sugiriendo de modo sutil que Ronald Reagan le parecía inculto y ramplón. Reagan era efectivamente un personaje bastante ignorante, y más bien un Rambo real, un supremacista que confiaba en la fuerza, en la imposición (claro que después de que pudimos conocer al Trump delirante, mitómano y totalitario, todo lo anterior se volvió liberal y demócrata). El gran valor de Gorbachov fue haberse sentado con ese Reagan guerrerista y neoliberal a restringir el uso de la disuasión atómica como parte central de la geopolítica. Ahí está su lugar entre los grandes de la humanidad. Y ese es el gran retroceso, entre otros, que encarna Vladimir Putin.

Tan revelador como el olvido a Kerensky en un cementerio inglés, es ese 0,5 por ciento que obtuvo Gorvachov en las elecciones a la presidencia de Rusia de 1996, cuando intentó regresar y lo apabulló Boris Yeltsin. El pecado de uno y de otro (Gorbachov y Kerensky) es haber intentado unas líneas medias, un proyecto democrático, en un pueblo que como decía Henry Luque Muñoz no se concibe a sí mismo viviendo sin los despotismos. Un pueblo donde absolutamente todo, la vida misma, se supedita al bien superior de la madrecita Rusia, a su supervivencia, su orgullo, su esplendor. Eso está en el ADN, en el encéfalo más primitivo de cada ruso, al punto que inclusive este par de colosos de la historia también mostraron sus contradicciones profundas: Kerensky aborrecía a Stalin pero fue el primero en ponerse a sus órdenes, desde el exilio, cuando Alemania invadió a Rusia en la II Guerra Mundial; Gorbachov detestaba a Putin pero públicamente aplaudió la anexión de Crimea hace ocho años. “Crimea es Rusia, y que alguien demuestre lo contrario”, dijo ante la BBC.

 

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