Llega la Filbo, y nos llega en el momento más necesario, cuando estamos muy intoxicados de la cosa política, en el último trecho de una campaña presidencial cada vez más sucia e inescrupulosa, con la amenaza de guerra mundial y hasta de holocausto atómico, con el duelo vivo por nuestros muertos de la pandemia, y estos aguaceros de abril, cada vez más tardíos y recios por el calentamiento global.
Llega como un bálsamo para no pensar en lo urgente sino en lo importante. Es que la literatura, las novelas, los cuentos, ensayos, nos ayudan a redimirnos, a expiar los pecados y las vilezas de la cotidianidad. La cultura es lo único que nos queda cuando todo lo demás se va apagando por cansancio, por pérdida de la fe, del gusto, de las ganas.
Mi Filbo personal arrancó con un libro que habla un poco de eso, de la cultura como una patria que adopta, que acuna, que abraza. Se trata de México y Colombia, entre la sangre y la palabra, de Juan Camilo Rincón, un ensayo acerca de los viejos lazos entre ambos países, los flujos de pensamiento, las improntas, los sellos, las vanguardias, que han movido artistas, escritores, pensadores, de estos dos pedazos de Latinoamérica desde hace casi cuatro siglos.
Juan Camilo rastrea por ejemplo el que puede considerarse como el primero de esa larga lista de entronques entre los dos territorios que fueron virreinatos en sus respectivos momentos, que nacieron a la independencia casi al mismo tiempo y dieron origen a proyectos de estados-nación. Es muy bella la historia, rescatada por RH Moreno Durán, del gobernador y capitán general de la ciudad y provincia de Neiva, que tras quedar viudo se enamoró apasionadamente de la poesía de sor Juana Inés de la Cruz, y luego de escribir por muchos años un poemario para ella, decidió llevárselo hasta la Nueva España, pero primero recaló en Madrid, para publicarlo allí en 1703, y enterarse con todo el dolor de que su Juana, la Juana de América ya había expirado hacía unos pocos años.
Sigue a El Espectador en WhatsAppCasi nadie sabe, por ejemplo, que Antonio López de Santa Ana vivió casi seis años en Colombia, entre Cartagena y Turbaco entre 1853 y 1858. Hablo de aquel presidente mexicano que siendo general fue derrotado en la guerra con Estados Unidos, esa que le costó a México ceder dos millones y medio de kilómetros cuadrados. El chiste que circula allá todavía es que el cincuenta por ciento de los mexicanos odia a López de Santa Ana por haber perdido medio país, y el otro cincuenta lo odia por no haberlo perdido todo. En Turbaco su recuerdo está vivo y las leyendas alrededor de él siguen multiplicándose.
Los primeros años del siglo XX se inauguran con la salida de las montañas de Antioquia de un poeta que atravesó Centroamérica y se estableció en México; llegó el día en que mataron a Trotski, dio de qué hablar en esas tierras por varios años y hasta terminó encarcelado por razones políticas. A Porfirio Barba Jacob lo expulsaron una vez, luego regresó y terminó enterrado en el cementerio español, de Ciudad de México, en 1942, donde Alfonso Reyes le dio el adiós con un discurso de despedida. Aunque lo repatriamos años después, solo pudimos traer sus restos; su alma de poeta se quedó allá al punto que en algunas enciclopedias de literatura mexicana lo reseñan como propio. Lo dijo inclusive aquí en una Feria del Libro José Emilio Pacheco, según cuenta William Ospina.
Una década atrás, en los años treinta, había aparecido por aquí José Vasconcelos a hacer un largo periplo que comenzó en Barranquilla y terminó en Ipiales, varias semanas después. Todavía existe por ahí un cartelón publicitario en el que este gran político y escritor nacido en Oaxaca se prestó para hacerle publicidad a un producto que estaba naciendo y pretendía desplazar a la chicha: la cerveza Bavaria.
Ahí, entre Vasconcelos y Barba Jacob se plantea sutilmente la diferencia abismal entre México y Colombia, con respecto a la forma en que uno y otro han asumido la cultura como el gran catalizador de los procesos sociales y la construcción de un orgullo y una identidad. Es simple: mientras ellos venían aquí de viaje, de paseo, de excursión, nosotros íbamos a buscar la vida y la obra allá. Mutis y García Márquez, que ocupan un buen espacio del ensayo, y también Fernando Vallejo, son el hermoso pero doloroso reflejo de cómo una parte sustancial de nuestras letras no hubieran sido posibles, o no hubieran tenido resonancias, sin salir y buscar esa arcadia poderosa que fue México para nuestra literatura. Eso lo pueden decir sin titubeos Maqroll el Gaviero, el coronel Aureliano Buendía, y la virgen de los sicarios. Es curioso, pero habiendo vivido y fallecido allá por casi medio siglo, Mutis, y treinta años, García Márquez, ambos murieron solo con su pasaporte colombiano. Vallejo hizo el show mediático de renunciar a él y luego lo volvió a pedir en silencio. Pero de eso no se ocupa el ensayo.
Quizá lo que más me gusta de este libro de Juan Camilo Rincón es que entre episodio y episodio, entre anécdotas, hechos que se reconstruyen, hay una astuta queja, una inteligente manera de denunciar cómo la gran diferencia entre la riqueza cultural de ellos, ambiciosa, icónica, futurista, en diálogo de tú a tú con el mundo, y la nuestra, parroquial, cortoplacista, acomplejada, vacilante, nació, en el caso de ellos, de una dialéctica entre el pasado, la geopolítica, la apertura al mundo, y sobre todo un proyecto de construcción nacional con unas decisiones de Estado y unas políticas públicas. Todo lo que sigue siendo una deuda aquí.
Por eso, cuando José Emilio Pacheco habló de Barba Jacob como un poeta mexicano, no fue por ignorancia, sino para recalcar que allá encontró la patria que Colombia no fue para él.
Algo ha cambiado, pero no en la sustancia ni en el proyecto de nación que aún no somos. Incluso retrocedimos en estos cuatro años de una economía naranja que mató el gran premio de cuento Gabriel García Márquez y decidió enviar a las ferias del mundo a los “escritores neutros”