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Estamos a las puertas de la que podría ser la más profunda y radical depuración de la Iglesia católica colombiana, al menos en el tema de los numerosos delitos sexuales cometidos por clérigos y autoridades eclesiásticas, muchos de ellos contra menores de edad. En una sentencia sin precedentes, dada a conocer el lunes pasado, la Corte Constitucional determinó que debe prevalecer el derecho a la información por encima de la consideración del secreto que impone la iglesia de modo discrecional sobre algunos de sus asuntos internos.
De ahora en adelante, los obispos y todas las comunidades religiosas estarán obligados a entregar la información que les sea solicitada en el marco de investigaciones sobre presuntas conductas de violencia sexual contra niños y adolescentes. Pero el fallo va más lejos y establece que se debe suministrar información sobre cualquier sacerdote que haya ejercido labores pastorales o se haya vinculado en su trabajo con la sociedad. Y sin límites de tiempo, lo cual conlleva la posibilidad de investigar y reconstruir la historia aun de curas ya fallecidos y de los protocolos y procedimientos que llevó a cabo (o no llevó a cabo) la Iglesia al conocer denuncias o comprobar prácticas penalizadas por el Código Penal.
Se trata de una victoria trascendental del derecho a la información sobre una de las instituciones privadas más opacas y laberínticas en el mundo entero. Y esa victoria lleva la rúbrica de dos periodistas colombianos, Juan Pablo Barrientos y Miguel Ángel Estupiñán, quienes vienen investigando desde hace años sobre los delitos sexuales, particularmente la pederastia, dentro de la iglesia. La lucha de este par de investigadores por buscar la verdad y, al menos en ese campo, hacerles justicia a las víctimas, debería ser material de estudio en las facultades de Comunicación, de Derecho, de Ciencias Sociales, no solo de Colombia; su trasegar tiene hasta elementos cinematográficos y un forcejeo obstinado y complejo en los vericuetos de los tribunales. Todo empieza cuando al final de la película Spotlight, que recrea la investigación periodística del Boston Globe sobre pedofilia en la arquidiócesis de esa ciudad, se relaciona una lista de otros lugares del mundo con denuncias sobre abusos y violaciones por cuenta de sacerdotes, y se menciona a Medellín. Barrientos comienza a preguntar y se estrella con los silencios rotundos de la arquidiócesis, que él consigue romper con varios derechos de petición para publicar su primer libro: “Dejad que los niños vengan a mí” (Planeta 2019). En 2022 se une a Estupiñán en las pesquisas y desde entonces elevan 137 derechos de petición a distintas jerarquías eclesiásticas y comunidades (jesuitas, franciscanos, dominicos) sobre denuncias contra clérigos por delitos sexuales. Solo consiguen respuesta efectiva y completa en 17 casos; entonces interponen 120 acciones de tutela, de las cuales ganan 75 y pierden 45. Con las 75 positivas consiguen armar una lista de 600 curas contra los que ha habido alguna denuncia o queja vinculada con el tema sexual. Esa lista está incluida en el libro “El archivo secreto”, publicado en 2023.
Con las 45 tutelas negadas arman la demanda ante la Corte cuya sentencia fue conocida el lunes, en la que se reitera y ratifica que los periodistas tienen derecho a pedir información que conduzca a establecer verdades y responsabilidades en casos en los que se haya violado la ley, que no toda la información que administran las iglesias es reservada solo por el hecho de su origen, que se hace válido conocer sobre la historia personal y desempeño de cualquier presbítero si la intención es hacer prevalecer la protección de preceptos constitucionales superiores, entre ellos los derechos de los niños y los adolescentes, y que el interés legítimo de la sociedad por conocer las denuncias y los procedimientos operados para corregirlas implican una intromisión menor en la privacidad de los estamentos religiosos.
Las consecuencias de este fallo histórico, en el que dos magistrados (Cristina Pardo y Jorge Ibáñez) hicieron salvamento de voto, pueden ser monumentales e inclusive imprevisibles. Sería esperable en una institución que pretende ser antes que nada una fuerza moral, una profunda revisión de sus propios pecados, los de acción y todos los de omisión, una conciencia humilde en que debe expiarlos de muchas maneras, una oportunidad para corregirlos y pedir perdón sincero, y una gran seriedad en los propósitos de enmienda y de depuración.
Algo altamente improbable porque a pesar de los discursos públicos sobre la moral, casi desde sus primeros concilios, el secreto, el sigilo, la confidencia y todas sus desviaciones son una de sus piedras angulares, porque aunque la castidad no siempre fue condición para ejercer su magisterio, decidieron exigirla, sacralizarla, y prefirieron maniobrar con todos sus dobles discursos y con las aberraciones que conlleva negar la naturaleza humana; también porque desde hace mucho el compromiso corporativista se convirtió en una idolatría en la que a veces el amor y la devoción a la institución supera al amor y acatamiento a Dios, y en últimas por la arrogancia infinita que da monopolizar verdades reveladas y tener a la cabeza a un hombre que por doctrina es infalible en cuestiones de fe. Y, ya en un plano absolutamente mundano, resarcir económicamente los daños causados desde hace quién sabe cuántos años a miles de hombres y mujeres abusados, con huellas psicológicas imborrables, significaría una operación multimillonaria, que pondría a temblar todas sus finanzas.
Eso explica en parte la respuesta del Episcopado colombiano en su comunicado oficial al asegurar que estudiará la sentencia cuando esta se haga pública, aunque desde ya considera “desmesurada” la obligación de entregar información de cualquier sacerdote vivo o muerto que haya ejercido labores pastorales o haya tenido relacionamiento con la sociedad, así no existan indicios, señalamientos, denuncias o condenas por delitos sexuales. Consideran que esto es una presunción generalizada de mala fe, opuesta a la presunción de inocencia, que conlleva caer en estereotipos y en discriminación contra los religiosos.
Bueno, pues que Dios los coja confesados.
