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“Conversaciones pendientes”, el libro de Juan Carlos Torres que compila una serie de charlas entre el autor y Juan Manuel Santos e Íngrid Betancourt, es un fascinante rompecabezas armado a tres voces con el cual se construye memoria y se terminan de entender varios episodios clave de la historia de las tres últimas décadas.
Sin embargo, lo invaluable del libro es cómo con el recurso de la conversación, que sostienen los tres personajes durante el largo año de pandemia, a través de internet, se consigue perfilar a Santos y a Íngrid en unos retratos muy reveladores.
Y ahí debo confesar que terminé avasallado por Íngrid Betancourt, por mujer, por víctima, por el desgarro de su historia, por sobreviviente, pero sobre todo, por su convicción, su búsqueda casi compulsiva de encontrarle un valor personal, político, filosófico y trascendental, al perdón.
Algo de eso se había visto hace dos meses cuando se presentó a la Comisión de la Verdad y frente a los viejos jefes guerrilleros, sus victimarios, la gente que arruinó su vida, la de su familia, proclamó la necesidad de rehumanizarnos todos, desde entender la tragedia de la exclusión y la violencia que terminó convirtiendo a seres humanos en máquinas de muerte, hasta llamarlos a cuentas también y exigirles que hoy deben ir mucho más allá de la simple estrategia política de pedir perdón, y rebuscar adentro para reconocer la atrocidad a la que descendieron y luego sintonizarse con el dolor y el horror que terminaron reproduciendo.
Lo revelador del libro de Juan Carlos Torres es que el perdón a las Farc de Íngrid Betancourt no es el único que ha tenido que trabajar todo este tiempo, y que a pesar de que esos seis años y cuatro meses de secuestro fueron el infierno, tal vez ni siquiera sea ese el perdón más difícil de otorgar. Quizá suena paradójico, pero Íngrid Betancourt, la niña bien de Bogotá, la hija de exministro y reina de belleza, la colombo-francesa por quien Francia hizo tanta presión de alto nivel para que la liberaran, es quizás uno de los colombianos que más padeció el conflicto armado, pero también ese conflicto desarmado llamado “política”, que en Colombia adquiere una dimensión monstruosa en la que se debe buscar el origen de toda la guerra.
Así, a Íngrid le ha tocado manejar el perdón a Andrés Pastrana. En el libro se detalla de manera minuciosa el día del secuestro, cuando ella fue a Caquetá para cumplirle la promesa al alcalde del Caguán (único alcalde de su grupo político) de acompañarlo en el difícil momento de la salida de las Farc y el retorno del Ejército. Lo planeado era ir y volver el mismo día, pues su padre estaba grave en la clínica; por eso madrugó para Florencia en vuelo comercial, y allí le ofrecieron transportarla en helicóptero militar; aceptó encantada, pero tras una espera de dos horas le dijeron que no. Luego, cuando se disponía a irse por tierra, misteriosamente desde Bogotá le retiraron sus vehículos y sus guardaespaldas por orden del DAS y la Policía. Optó por devolverse a la capital, pero quien había sido su jefe de escoltas hasta media hora antes, le aseguró que esa carretera era muy segura pues estaba llena de soldados. Sin embargo, antes de una hora la detuvieron en un retén de las Farc y allí la dejaron más de seis años. Al otro día, el gobierno Pastrana aseguró que se le había advertido no ir y que ella hizo caso omiso. Así se implantó el mito de la chica media atolondrada que buscaba hacer show en el Caguán, y le salió el tiro por la culata.
Casi un año después, el mismo Pastrana dijo que la liberación de los secuestrados ya le quedaba al presidente entrante. Cuando Íngrid supo desde la selva que ese presidente era Álvaro Uribe, se resignó a que su cautiverio sería muy largo. Con Uribe siempre tuvo mala relación desde que alguna vez en la campaña del 2002, cuando ambos eran candidatos, ella afirmó en la Javeriana sobre los nexos de la familia Uribe con Pablo Escobar y los Ochoa. Allí estaba presente uno de los dos hijos de Uribe, quien a la salida la recriminó con vehemencia. Transcurrieron los seis años del secuestro en los que el presidente nunca quiso negociar, y aunque eso ella lo entiende y no lo cuestiona ya que había razones de Estado para no ceder, lo que vino después de la liberación sí es asunto en lo que ha tenido que trabajar mucho desde su interior.
Por una ley de la República, las víctimas del terrorismo podían presentar una solicitud al Estado para recibir una compensación por los daños sufridos. Ella no estaba enterada y fue Luis Eladio Pérez quien la alertó de que a los dos años se vencía el plazo para hacer el trámite. Ya todos los demás lo habían hecho. Ella inició ese papeleo que estaba previsto por ley, y que no constituía una demanda, y en los meses siguientes vino a Colombia a celebrar los dos años de la operación Jaque. Aquí se encontró con generales, con el Mindefensa, que la trataron con todo el cariño. De regreso en Francia, escuchó a Francisco Santos, vicepresidente de Uribe, soltar la noticia de que ella había presentado una “demanda” contra los soldados que la habían liberado, y que era la persona más desagradecida del mundo. Es probable que ese infundio haya acabado para siempre con su carrera política, pues 12 años después, mucha gente sigue asociando su nombre con el de la mujer que demandó a quienes la rescataron del infierno.
Íngrid ha tenido que trabajar cuando su memoria le evoca a Clara Rojas, su fórmula presidencial, quien mantuvo una relación tensa e inclusive hostil durante todo el tiempo en la selva. Hay un episodio fuerte en el libro en el que se cuenta que, transcurridas las primeras semanas, llegó un grupo de guerrilleros con unas cajas de verduras envueltas en papel periódico. Clara e Íngrid les pidieron que las dejaran quedar con esas páginas arrugadas para leer algo. En una de ellas, luego de alisarla, se enteró de que su papá, Gabriel Betancourt, había fallecido. Eso la derrumbó y se lo manifestó a Clara, quien simplemente la miró y siguió leyendo. Adicional ha tenido que lidiar con el mal recuerdo de Keith Stansell, uno de los tres gringos secuestrados, que trataba mal al resto del grupo y les pasaba información a los guerrilleros para obtener favores y mejor trato.
También, con la incertidumbre de por qué Piedad Córdoba no hizo mayor cosa por colaborar en su rescate (solo al final), si Íngrid intercedió por ella años antes con ganaderos de Córdoba cercanos a Carlos Castaño quien retuvo a Piedad unos días, y se llegó a temer por su vida. Siempre le quedó la duda de si Córdoba, abiertamente cercana a las Farc, es esa Teodora de Bolívar que sale en los computadores de Raúl Reyes aconsejando a las Farc soltar a Íngrid de última.
Ella ha perdonado a Ernesto Samper, a cuyo gobierno combatió desde el Congreso con debates memorables y con el discurso en el juicio político al presidente por el 8.000, y cuya corrupción es el tema central de su libro “La rabia en el corazón”. Con los años ha conseguido separar a Samper de su entorno político, a quienes se atribuyen inclusive crímenes. En “Conversaciones pendientes” se cuenta cómo en esos tiempos terribles, Carlos Alonso Lucio, viejo conocido, la buscó para advertirle que sabía sobre un sicario contratado para asesinarla. Preguntado el nombre de quién estaba detrás, Lucio respondió “Marta Catalina Daniels”, importante alfil de Samper.
Íngrid hoy está terminando un doctorado, no en economía, no en administración del Estado, sino en teología. Esa siempre es una búsqueda de entender a Dios. No sé si entre sus planes está regresar a la arena política, pero lo que sí es evidente es que su búsqueda personal, su construcción del perdón, debería ser un requisito para cualquier político de este país.
