Soy antimonárquico convencido porque siento que esa institución resume varias de las cosas que más desprecio, comenzando por la idea de que alguien llegue a estar arriba del resto desde la cuna, por apellidos, por linajes; y aún más si detrás de todo ese montaje está el dogma de que Dios dispone quién debe gobernarnos, y elige a uno para toda la vida. Salga bueno o salga malo, su mandato viene desde Dios.
Viví en Inglaterra un tiempo, primero en un pueblito llamado Bournemouth, y luego en el Londres multicolor y apabullante. Desde entonces comprendí que los ingleses son el pueblo más singular sobre la tierra en su convicción de ser el centro del mundo, de tener que hacer de modo compulsivo las cosas al revés del resto de la humanidad, de considerarse el cénit de la civilización, y el más imprescindible de los pueblos. Nunca olvido que alguna vez, se presentó una huelga en los ferris que conectan Dover con Calais (Francia), y coincidió con un mantenimiento al Eurostar, el tren que va de Londres a Bruselas, París y Amsterdam atravesando un túnel por debajo del canal de La mancha (English channel para ellos). En otras palabras, la gran isla Británica estaba desconectada del resto del continente. El titular de un diario londinense lo dijo todo: “Desde ayer, Europa quedó incomunicada”.
También constaté que son una “nación de comerciantes”, como los llamó Napoleón, pero una “isla inteligente” como la definió Churchill en el legendario discurso de declaración de la guerra contra Hitler, aquel de “lucharemos en las playas…” Un pueblo que ni siquiera necesita entrar en Europa, entró y se salió, ni en la modernidad porque la modernidad se le inventaron ellos a partir de la revolución industrial. Un pueblo con una nostalgia casi delirante de grandeza, de hegemonismo imperial, de controlar un mundo que ellos ayudaron como pocos a construir, desde la lengua que se volvió universal, hasta el fútbol que es, a mi modo de ver, la única religión que sigue en pie, las teorías económicas, las leyes de la física, de la evolución. No olvido una conferencia sobre el imperio británico, en la cual el conferencista concluía, crítico, con unas imágenes de los soldados del Reino Unido arribando a Southhampton en medio de banderas y de vítores multitudinarios tras regresar de la epopeya de la guerra, pero no de la II, sino de la de las Malvinas, “luego de aporrear a un pueblo pobre y débil en Suramérica”, decía él. Y de fondo se escuchaba el Pompa y Circunstancia, de Elgar, emblema del periodo victoriano.
Aparte de su convicción de llevar la contra siempre, que está en su médula, un pueblo así necesita aferrarse a una institución que simboliza el espejismo de todo eso que se fue. De todo eso que es pasado. No importa si para sostener esa tramoya de un rey que “reina pero no gobierna”, haya que gastar miles de millones de libras esterlinas, mantener del todo y por todo a unos zánganos de sangre milenaria y ricos por herencias muy antiguas, y seguir confiando en la sugestión colectiva de que todos ellos son fundamentales en el devenir del país y que esos 15 minutos semanales que le concedía la reina a su primer ministro eran definitorios de la política, a pesar de que ella no pudiera inmiscuirse en política. Hace tres años cuando expiraba el plazo para decidir si el Brexit se hacía a la brava o en consenso con Europa, el bárbaro del Boris Johnson mandó a receso al parlamento en una trampa para que el tema ya no pudiera debatirse ni votarse, y algunos medios discutieron si se hablaría aquello con la reina en el encuentro semanal, para concluir que Isabel no podía pedirle que no lo hiciera. ¿Qué podía hacer Isabel, entonces?
Lo otro muy chocante de mantener el armazón decorativo de una institución anacrónica y estructuralmente excluyente es la negación a revisar todo el horror que representó para el mundo en el pasado: el racismo, el saqueo, la piratería, la inhumanidad de tantos episodios de la historia universal en los últimos 400 años, desde la Guerra del Opio, que humilló a China, hasta la invasión a una cultura milenaria y sabia como la India, para segregarla y considerarla de segunda, o la conflictividad dejada para la posteridad en el manejo del tema palestino, y la colonización de África, que fue básicamente extractiva, sin mestizajes ni simbiosis culturales. Buena parte del racismo del siglo XX, y del que aun pervive en este XXI es herencia de ese imperio; baste decir que la cultura supremacista en Estados Unidos se agrupa alrededor de la sigla Wasp (white, anglo-saxon, protestant). Queda, de alguna manera y también más en el papel y la ilusión que en la práctica, algo de ese imperio en la Commonwealth, con Australia y Canadá siempre tentados a salirse, y con las islas del Caribe, Barbados adelante, que ya van en retirada porque consideran un absurdo tener un jefe de Estado, blanco y perpetuo, que va de vez en cuando a ver estos pueblos negros del Caribe.
No termino de desenredar todas estas cosas, pero en particular no logro comprender cómo puede ser tan venerada y llorada en estos días, inclusive aquí en Colombia, una figura gélida, sin carisma, sin empatía, como la de Isabel II, una mujer de sonrisa difícil, actitud inexpresiva, eternamente inalterable. Una estatua. Una reina que en setenta años significó para su pueblo el fin de toda la grandeza que empezó a construir en el siglo XVI otra Isabel, la primera. Creo que pocos registros han ayudado tanto a poner en tela de juicio la continuidad de la monarquía, como la deliciosa serie de Netflix The Crown. Comencé a verla sin ganas y con mucho escepticismo. Lentamente fui descubriendo ese retrato inteligente y lacerante que hacen de esta monarquía, de su convicción de que estar allí es un enorme sacrificio, casi una condena, que esos viajes maravillosos de meses por la Commonwealth son un martirio de exceso de trabajo, de que las clases de aviación del duque de Edimburgo sean un asunto por debatir en la Cámara de los comunes, que para ser reina no hay que saber nada, solo estar ahí, como le dice la reina madre a Isabel en un capítulo inicial. De la lección de dignidad y orgullo de un profesor galés a Carlos, príncipe de Gales. De la emboscada y crueldad contra Diana, “esa princesa tonta que murió en una juerga en París”, como escribía Antonio Caballero hace 25 años.
Dicen que Carlos III, el nuevo rey, tiene menos carisma que su madre. ¡Ay Dios!, ¿como será entonces? Él, más que nadie, debe recordar que otro Carlos, el primero, perdió la cabeza hace tres siglos y medio por ser un mal monarca.