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La lupa de Amparo Grisales

Sergio Ocampo Madrid

15 de noviembre de 2021 - 12:30 a. m.

Mucho revuelo causó la semana pasada el episodio de un programa de televisión en el que se imitan voces de cantantes, y en el que Amparo Grisales salió con una enorme lupa a escrutar en su anatomía a una participante que resultó ser una mujer trans. Además de unos gestos burlones, Amparo les preguntó a los otros dos jurados si se habían dado cuenta de que era un hombre.

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La comunidad LGBTIQ+ protestó por la ofensa y el irrespeto contra la identidad de género de una persona, y vino la consecuente lapidación en redes contra Amparo, incluidos decenas de esos comentarios que han convertido en chiste el eterno misterio de en qué año, y aun en qué siglo nació. Podría decirse que a una transfobia disfrazada de broma se le opuso una gerontofobia también disfrazada de broma. Contraproducente eso sí, que alguien acostumbrado a que su edad sea objeto de escarnio, recurra a una lupa para poder ver.

Amparo Grisales es tal vez uno de los personajes más fascinantemente construidos de este lado del mundo. Por un lado, es una mujer autodeterminada, que ha hecho lo que ha querido y que, sin talento como actriz, se convirtió en actriz, y sin recursos como cantante ha sido cantante, y sin saber de música es jueza en un concurso de música. Una mujer transgresora y sensual que se ha comido lo que ha querido, que desde siempre desacralizó ese ideal de la maternidad virtuosa, ha actuado todo el tiempo bajo una lógica de la superficialidad, de la cosmética y de la apariencia, y ha sido consecuente con esa elección, sin matizarla ni encubrirla. Que es dueña, además, de un físico excepcional para demostrar que la vejez, como proceso celular, también tiene un componente de hábitos, de actitudes, de decisiones de la voluntad. Todo salpimentado con ese estilo que combina o confunde franqueza con agresión, que se autojustifica tras el valor de la sinceridad, y en el derecho a opinar, y se presenta como una actitud libertaria de desafiar lo políticamente correcto, aunque haya también subrepticia una fórmula exitosa de sumar audiencia. Eso explica un poco la mofa constante sobre su edad, pues con la lupa que midas serás medido.

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El problema con este episodio es que yo sí creo que Amparo es homofóbica, y lo demostró desde el inconsciente. No con la lupa sobre el cuerpo de la participante transgénero sino con las excusas posteriores por haber hecho eso. “Yo tengo más amigos LGBT que amigos normales”, dijo, y luego añadió: “vivo rodeada de amigos gay con los que la paso delicioso y con los que la paso genial”.

A ver, no es solo el uso demoledor del adjetivo normal, que irremisiblemente conduce a la anormalidad por comparación de lo opuesto y que consagra una consideración de diferencia, pero desde lo negativo, lo salido de la norma, y si no de lo enfermo, al menos sí de lo anómalo, lo raro. Y no es simplemente el uso desenfadado de una palabra sino la aceptación inconsciente de unos prejuicios antiguos que, por más liberalidad de la que se haga alarde, terminan haciendo salir a la superficie juicios diferenciales y discriminatorios. El lenguaje es una construcción cultural con una historia de luchas, debates, comprensión de realidades, acumulación de memorias, aprendizajes, adaptaciones, pero también atavismos, prejuicios, que tiene miles de años y que van cambiando con su propia e imperceptible dinámica cuando las sociedades se van transformando. También se le puede ayudar haciendo conciencia de las actitudes erróneas. Gracias a eso, dejamos de decirles desechables a los habitantes de la calle, mongólicos a la gente con síndrome de Down, o inválidos a los limitados físicos y sensoriales.

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Pero el lenguaje es también el más despiadado delator del pensamiento de alguien, sobre todo de lo que hay escondido en la trastienda de su subconsciente. Y hablo de lo que se dice espontáneamente, pero también de lo que no se dice. En el caso de Amparo, ni siquiera lo más revelador es el uso de la palabra “normal”, sino lo que dijo después, aquello de sus amigos gay con los que la pasa delicioso y la pasa genial. Sin darse cuenta, reprodujo otra vez ese estereotipo del gay como un ser divertido (hasta la palabra en inglés tiene esa significación, pero desde el contradiscurso). No habló de admiración, de intelectualidad, de sensibilidad, intuición, lealtad, sino de mera amenidad y fanfarria.

Para ser justos, este pequeño episodio de Amparo y su lupa revela más bien la enorme y distorsionada lupa con la que se sigue mirando la diversidad sexual, todavía bajo la tutela del referente binario, y la hipocresía que oculta esa atmósfera de apertura mental, de reivindicación y respeto por la diferencia que quieren vender unas mayorías. Queda de nuevo al desnudo cuánto falta aún para convertirse en una realidad tan cotidiana, tan básica, que incluso no haya necesidad de hablar sobre ella. Una en la que dejen de oírse expresiones como “es que fulanito es gay, pero no se le nota”, una en la que la orientación sexual de alguien no genere expectativa ni curiosidad, ni chisme; una en la que la “tolerancia” no sea vista como un valor o un progreso sino como una forma muy rudimentaria de disfrazar el prejuicio; una en la que los homosexuales no sean tan divertidos, y más bien pasen a ser tan trabajadores o perezosos, talentosos o planos, prosaicos o trascendentales, tercos, neuróticos, propositivos, egoístas, orgullosos, descuidados, agradecidos, en fin, la gama completa de características de cualquier ser humano. Una en la que pueda desaparecer el término gay inclusive, con toda su carga de contradiscurso, porque ya no sean necesarios los contradiscursos. Una en la que ya no se necesiten siglas en ensanchamiento constante para proteger la hermosa pluralidad de los seres humanos.

Confieso que hasta hace un tiempo me confundía un poco eso de que a la sigla clásica LGBT le fueran añadiendo letras y letras. Con la lectura, con la ayuda de amigos, y hasta de mis estudiantes de generaciones nuevas, he llegado a maravillarme e identificarme con eso de que el género es una construcción cultural y en últimas una personal; una decisión profunda de cómo ser en el mundo y cómo interactuar con él, mucho más allá de las imposiciones de la biología.

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