Lo mejor de estas dos semanas desde que se produjo el triunfo de Gustavo Petro no es el aire optimista, o no tan pesimista, que parece respirarse, ni la sorprendente acogida a su acuerdo nacional, ni su exótica y quizás prematura reunión con Álvaro Uribe, ni los indiscutibles aciertos en la escogencia de varios de sus futuros ministros. Lo mejor de estos quince días, a mi modo de ver, es que hayan coincidido con la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
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No es solo el hecho histórico de por primera vez sacar adelante un esfuerzo desde el Estado por empezar a hacer una taxonomía de la guerra y exponer para el debate y el análisis unas verdades con cifras, datos, testimonios, sino disponer de toda una hoja de ruta adicional para el nuevo gobernante sobre acciones a emprender, si es firme su propósito de hacer de Colombia una potencia de la vida y la diversidad, y su promesa de una existencia más sabrosa.
Me refiero a cifras tan reveladoras como que el conflicto dejó más de nueve millones de víctimas, entre ellos 500 mil muertos y 100 mil desaparecidos. Sobre el dato de los muertos, los cálculos se acercaban a ese número, pero el de las desapariciones forzadas es aterrador. ¿Dónde están esas personas, dónde se hallan enterradas, confinadas? Y hay más: entre 1985 y 2019 se registraron 7.752.964 desplazados; entre el 85 y el 2013, más de 537 mil familias fueron despojadas de sus tierras o las tuvieron que abandonar a la fuerza, y hay más de ocho millones de hectáreas abandonadas o en manos indebidas. A la fecha solo se han restituido 532.498 hectáreas usurpadas durante el conflicto, mayoritariamente por los paramilitares. Por otro lado, solo el 12 por ciento de las víctimas ha sido reparada, y el resarcimiento se ha demorado hasta diez años en llegar; apenas 3 de cada 10 víctimas han contado con algún tipo de atención psicosocial por cuenta del Estado.
Se trata de una apuesta colosal, y el valor enorme del trabajo de la Comisión de la Verdad es haber integrado todo eso en un solo informe final, definitivo del conflicto, con lo cual los datos adquieren la dimensión de un documento histórico, oficial, y dejan de ser aproximaciones, cálculos, mediciones sectoriales, o meros tanteos. Sin embargo, eso significa emprender acciones y construir, o dinamizar, políticas públicas al respecto. La guerra, sus muertos, su dolor, sus despojos, sus secuestros ya no van a ser nunca más entelequias, especulaciones y se convirtieron en asuntos a ser solucionados. Enfrentarla es el precio de llegar a la verdad.
Pero si este es un reto gigantesco que ya no se puede esquivar sin consecuencias, a mi modo de ver, el desafío más grande, más complejo, más difícil si la tarea es un cambio real y verdadero, es la cualificación de la verdad como condición irreductible, como línea roja, como el gran inamovible de un nuevo debate político. Eso debe estar en el mismo nivel, o inclusive más arriba, de las promesas de una inclusión social verdadera, de la disminución drástica de las enormes brechas sociales, la redistribución equitativa de la riqueza y de las obligaciones tributarias, el acceso mayoritario a la educación de calidad, la integración de minorías étnicas y culturales, etc., etc. Todo eso tan fundamental y determinante termina supeditándose al verdadero pacto de fondo, como nación, como sociedad, y es el de asumir la verdad como punto de partida, como lugar de encuentro, como requisito insoslayable de un nuevo contrato social.
El acostumbramiento y la excesiva tolerancia con las verdades a medias, con los silencios cómplices e inclusive con las mentiras rampantes explican el nivel de degradación al que llegó la política colombiana en sus distintas dimensiones, incluida la guerra, que para Clausewitz, era otra forma de hacer política. En esa misma línea va la debilidad de nuestra democracia y nuestra incapacidad para exigir responsabilidades, soluciones y no repeticiones. Y en ese costal perverso entran desde el Frente Nacional, como consenso excluyente de unas oligarquías bipartidistas para evitarse el esfuerzo de proponer y competir, pero que se sigue aun mostrando hoy como una iniciativa oportuna para acabar los odios partidistas, hasta la extraña negación del uribismo del conflicto, y su argumento sucedáneo de que aquí lo que hubo fue un grupo de forajidos queriendo hacer el mal, sin dejar a un lado el vergonzoso sometimiento a la justicia de Pablo Escobar, con su cárcel privada para pagar sus deudas con la sociedad, ni el gobierno de papel que concluye en menos de un mes. Atroz ese acostumbramiento a convivir con la mentira.
En ese sentido, y como votante de Gustavo Petro en las dos vueltas, y aun en la segunda de hace cuatro años, la primera demostración del futuro presidente con respecto a la verdad, a la verdad como nuevo rumbo, como primer paso al futuro, como cláusula no negociable de una sociedad distinta, sería darle transparencia y absoluta claridad a su “Acuerdo Nacional”. Es grato y deseable generar unos espacios en los que todos podamos caber, en los que se adquieran compromisos sobre la mesa, de cara al país, para propiciar los cambios que tanto se requieren.
¿Será ingenuo pensar en que la clase política de siempre, esa que se hegemonizó sobre la mentira, la que la hizo parte central de su discurso y su gestión, tomó nota tan rápido del mensaje del pueblo colombiano al llevar a segunda vuelta a dos hombres antiestablecimiento, con un discurso construido en ambos casos contra la corrupción? ¿Será demasiado suspicaz ver a corruptos reconocidos como la U y Cambio Radical, o a clientelistas y puesteros históricos como los conservadores, acudir corriendo al llamado del Gobierno para construir una nueva agenda nacional?
No sé. Es un escenario inédito este de un presidente de izquierda, un viejo combatiente contra el establecimiento, proponiendo nuevos rumbos, y de unos partidos tradicionalmente conocidos por oponerse a las transformaciones de fondo, y desde siempre enfocados en sus propios intereses, en este diálogo que empieza y del que solo conocemos las fotos de la prensa y los breves y siempre limitados mensajes de las redes. Esperemos que los cambios que propone el nuevo presidente no terminen dando un giro de 360 grados, hasta volver al mismo punto de partida.