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Las lecciones de una espada

Sergio Ocampo Madrid

22 de agosto de 2022 - 12:00 a. m.

Todo el episodio con la espada de Bolívar hace una semana tiene una impresionante fuerza simbólica cuyas reflexiones no deberían reducirse a los simples niveles de la anécdota, del rifirrafe entre un presidente que sale y uno que entra, o de si un rey se puso en pie o no y si con eso desairó a una nación.

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Demasiadas cosas cambiaron en estos 48 años desde que la espada fue sustraída de un museo como acto fundacional de un grupo guerrillero, hasta su llegada para reposar de ahora en adelante en la Casa de gobierno de Colombia. Cambió la forma de encarar el vínculo con España, y ya casi nadie habla de la “Madre patria”; pasamos de sentirnos sus “hijos” a considerarnos “importantes socios comerciales”; se resquebrajó el unanimismo en la veneración a Bolívar, en su carácter intocable, y se abrió paso el debate sobre cómo su proyecto de nación expulsó a unas castas hegemónicas de afuera para darle el poder a otras castas hegemónicas de adentro, sin conseguir la inclusión de un mestizaje y sus grandes mayorías en la deliberación nacional ni evitar el desprecio y la segregación de unos pueblos autóctonos y unas negritudes. Pero, quizá, lo que más cambió fue que por primera vez alguien externo a esas castas de dos siglos, justo un ideólogo de aquel grupo subversivo, llegó al poder, con el discurso y la misión de abrir espacios, incluir, proponer un ordenamiento que distribuya con algo de equidad la riqueza, y en últimas rectificar los errores que Bolívar no supo, o no pudo, corregir.

Es una fascinante lección de la historia, compleja, profunda, pero además una gran prueba de que la memoria es una construcción cultural, desde siempre administrada por los discursos dominantes para fijar unas verdades y unas simbologías estáticas que convienen y legitiman sus propios intereses. El M-19 no es hoy el grupo de forajidos perseguido por el estatuto de seguridad de un gobierno represivo, ni los victimarios de un Palacio de Justicia (donde terminaron siendo víctimas también), ni Bolívar es el paradigma sacralizado porque las propias izquierdas latinoamericanas, por un lado, empezaron a proponer un revisionismo completo de la historia, y por otro, lo manosearon demasiado y lo volvieron símbolo de dictaduras oprobiosas. España se nos alejó para ir detrás de su sueño europeo, y como afirma Mauricio García en ese buen libro que es El país de las emociones tristes, América Latina se parece más a la esencia de España que la propia España de hoy. En lo bueno y en lo malo. En lo hermoso y lo oprobioso.

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Por eso es acertado el mensaje que dejó Petro, no sé si intencional o fortuito, con todo este episodio, de un grupo de inconformes que se levantó contra el Estado, con el detonante de un fraude electoral (que también debería definirse), que lo desafió con acciones ingeniosas y de impacto en la opinión (robo de la espada, sustracción de armas del Ejército en el Cantón Norte, por medio de un túnel, toma de rehenes en la embajada dominicana), pero que luego pasó a hechos sanguinarios y macabros (ejecución de José Raquel Mercado, toma del Palacio de Justicia), para al final rectificar y suscribir un rápido acuerdo de paz sin mayores condiciones que el indulto y la entrada en la política, y 48 años después de haber surgido, y veintiuno de despedirse de las armas, comenzar a demostrar, o a intentarlo, lo que tienen para proponer desde el poder.

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Toda una lección de humildad, sensatez y persistencia para las Farc; toda una lección de humildad, sensatez y oportunidad para el Eln.

Pero aún es más acertado y sugiere una discursiva y una visión hacia el futuro, que el nuevo presidente no haya recabado en la figura señera de Bolívar, en su carácter tutelar, ni haya hecho advocaciones a su memoria, hacia la historia antigua, sino que haya circunscrito el hecho a la contemporaneidad, la de su M-19, la de una lucha personal y grupal por hacer cambios. Eso queda claro con el gesto adicional de que fuera María José Pizarro, quien le pusiera la banda presidencial. María José, la hija del último comandante guerrillero en tiempos de armas, y primer candidato presidencial del movimiento, asesinado por la alianza de narcos y paras.

Por eso, la actitud del rey Borbón sí termina siendo errónea, porque la espada de Bolívar ese domingo no estaba transmitiendo un mensaje contra la dominación española, ni hacia la conquista ni colonización, ni exterminio de pueblos y culturas aborígenes; se trataba de un asunto entre nosotros. Nada más.

Cabría esperar que gestos como este que, además de una simbología poderosa, sugieren toda una intención de reescribir la historia, se multiplicaran en estos cuatro años, y de ahí hacia adelante, Algo que nunca se ha planteado dentro de lo urgente y prioritario es la construcción de una nueva iconografía nacional, una que reconcilie, convoque, identifique, y se materialice en monumentos, en muros, en discursos, en concepciones del espacio público. Algo de eso hay en la decisión de abrir la calle sexta, en donde está la parte posterior de la Casa de Nariño, al tráfico vehicular; mucho de eso hay en la orden de eliminar las rejas que encierran la hermosa plazoleta entre el Capitolio y el palacio presidencial, pues sugiere un gobierno que confía, que no teme, que no busca encerrarse, que no pretende robarle espacios a la gente.

Petro fue muy dado a permitir e incluso fomentar la expresión ciudadana en los muros, y la mayoría de cosas que quedaron, en los puentes de la 26, en la circunvalar donde comienza la Perseverancia, son buitres, calaveras, cruces, recordatorios del horror, de la represión, de la muerte y la violencia. Válido y necesario, pero quizá haya llegado el tiempo de empezar a pintar aves, que no palomas desgastadas, flores, arcoíris, corazones, en fin. Eso lo saben mejor los grafiteros y los artistas y la gente del lenguaje visual. Tal vez haya llegado el tiempo de empezar a encarar más la vida que la muerte. Más la ilusión y la esperanza que la revancha y el dolor.

En estos tiempos en los que, desde Canadá hasta Argentina, han comenzado a caer estatuas, es la ocasión, como busca hacer la Alcaldía de Bogotá con el monumento a Colón y a Isabel, de preguntarle a la gente qué merece ser recordado y enaltecido, convertido en ícono, en mensaje del pasado hacia el futuro, en motivo de identidad y cohesión. La memoria es una construcción de la cultura, y de todos.

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